Esa noche, a consecuencia del frío, el viejo burdel estaba repletode clientes yde mujeres en busca de unas monedas por un lapso de imaginada felicidad.Unas reían disfrutando el momento, mientras otras disimulaban su entusiasmo con una mueca burlona.
Un nutrido grupo de féminas rodeaban y acariciaban al único joven alto y guapo que allí se encontraba, un mancebo perfecto a quien cualquier meretrizquerría satisfacer incluso renunciando a su recompensa.
Tana lo observaba desde el ángulo perdido de la estancia y con la lengua humedecía sus labios, se sobrecogía, su respiración se aceleraba a cada minuto. Los pensamientos mortales que rondaban por su cabeza provocaban que su piel se erizara y sus ojos se iluminaran con destellos infernales. Se estremecía solo con pensar cómo sería sentir el último aliento del chico sobre su pecho desnudo.
El deleite de una muerte reiterada la poseía como un demonio enloquecido que recorría cada poro de su piel blanca, fría y frágil. El deseo se extendía sobre ella como un cristal afilado que lentamente perforaba cada vena de su cuerpo haciéndola sentir un dolor profundo pero satisfactorio.
Con paso lento, pero con seguridad, se acercó al chico y se plantó frente a él, clavó su mirada en los extraviados ojos del muchacho que fue incapaz de rendirse ante tan sublime belleza. Tana sonrió y le tendió la mano, voluntariamente la siguió hipnotizado por su hermosura. Subieron las escaleras que tenían frente a ellos, y al llegar al primer piso atravesaron un angosto pasillo y se adentraron en la profundidad de una alcoba.
Tras la puerta que los alejaba del ruido y refugiados de miradas desconocidas, Tana dejó caer su vestido blanco resbalando por su cuerpo como seda mojada apoyándose en sus pies. Quedaron al descubierto sus pechos voluptuosos y tersos que apuntaban hacia el cielo, acompañados de un pubis recortado que lo dotaba de una imagen dictadora.
El muchacho, sentado sobre el borde de la cama, era incapaz de no mirarla. Se despojó de su camisa y velozmente arrancó su pantalón, quedando semidesnudo con un pequeño calzón que cubría la parte más abultada de su cuerpo.
Como animales enloquecidos entrelazaron sus cuerpos, sus bocas hambrientas mordían los labios que las rodeaban, con movimientos desequilibrados retorcían sus caderas al compás de unos suspiros jadeantes que escapaban por las comisuras de sus doloridas bocas.
Tras un breve forcejeo, Tana con una fuerza incontrolada volteó al chico sobre la cama y se sentó sobre sus posaderas. El muchacho totalmente ajeno a lo que le sucedería suplicaba más. Nunca anteriormente había sentido algo tan brutal pero placentero, y aunque sus ojos demostraran miedo le podía más el deseo de ver culminado ese juego sexual al que estaba expuesto.
Tana levantó su cabeza dejando que su larga melena negra se apoyara en mitad de su espalda; respiró profundamente y con los ojos inyectados en sangre miró a la luna que se proyectaba enmarcada en la ventana de la habitación.
Abrió su boca dejando asomar dos colmillos brillantes que babeaban gotas de lujuria, y con un movimiento rápido, como el de la cobra cuando inyecta veneno a su víctima, clavó sus dientes en la yugular del chico. La sangre fluía caliente y desbocada, mientras ella se retorcía de satisfacción saboreando el manjar carmesí que la inundaba de vida.
La confiada víctima también agitaba su cuerpo intentando desprenderse de una muerte segura que lo esperaba ansiosa.
Cuando el cuerpo del chaval yacía frío sin su elixir vital, Tana se levantó serena con una paz demoniaca, que acompañaba a cada uno de sus movimientos.
Ya vestida, con su dedo índice limpió los restos de sangre de sus dientes, abrió la puerta dejando el cuerpo del chico sobre el colchón, testigo del juego mortal. Cerró sin mirar atrás y bajó con solemnidad las escaleras mezclándose entre los clientes y el personal del burdel.
Sigilosamente, intentando no ser observada, se acercó a la puerta que la guiaba hacia la calle. Salió rápidamente abandonando el lugar que esa noche le había proporcionado el alimento.
Un grito desgarrador se filtró por la ventana de la habitación donde yacía el cuerpo sin vida del joven.
Tana desapareció entre los árboles del parque que estaba junto al prostíbulo. La luna ya empezaba a esconderse y un escalofrío de muerte impregnaba el aire.
París era mágico y colosal, la ciudad albergaba muchos lupanares y ella tenía toda una eternidad para recorrerlos noche tras noche.