Entre los centenarios ilustres que resuenan este año hay uno muy especial, el de Nosferatu, la adaptación libre del Drácula de Bram Stoker que realizó Friedrich Wilhelm Murnau, una de las obras más hermosas y extrañas del séptimo arte. Murnau tiene al menos otras dos películas por las que ha pasado al panteón de los grandes creadores cinematográficos, Amanecer (1927) y El último hombre (1924), esta última posicionada a menudo entre las mejores cintas de todos los tiempos, pero es Nosferatula que, generación tras generación, permanece anclada en la retina de los espectadores. Como El séptimo sello de Bergman, como La strada de Fellini, como El ángel exterminador de Buñuel, como El proceso de Welles, como 2001: una odisea del espacio de Kubrick, como Stalker de Tarkovski, como muy pocas más, el Nosferatu de Murnau es, más que una película, un poema hecho de luz.
Subtitulada "una sinfonía del horror", en la génesis de esta obra maestra latía el empeño de Albin Grau, un artista y ocultista alemán que dirigía el estudio Prana Film y que llevaba tiempo con la idea de producir una película de vampiros. Sin molestarse en pagar los derechos de adaptación, Grau encargó a Henrik Galeen la escritura de un guión basado en el Drácula de Bram Stoker, una descarada apropiación en la que apenas se cambiaron los nombres de los protagonistas y del vampiro, que pasó a ser el conde Orlock. En su magnífico estudio sobre el tema, Vampiros, príncipes del abismo, Juan Antonio Sanz explica que el término nosferatu, "el que trae la muerte", ya aparecía en un texto de Emily Gerard, Transylvanian Superstition, que Gordon Melton lo considera una derivación de la forma griega nosophoros (algo así como "plaga portadora") mientras que David Salk apuesta por una corrupción de la palabra rumana nesuferit, relacionada con el latín "no sufrir".
En cualquier caso, Murnau tomó el espíritu del libro de Stoker y lo transformó en una serie deslumbrante y fantasmagórica de cuadros vivos animados por una iluminación portentosa y por la caracterización aterradora de Max Schreck. La prodigiosa secuencia del barco, las danzas misteriosas de las sombras y la poética aniquilación del final se cuentan entre las imágenes icónicas de la historia del cine. Hay otras grandes encarnaciones del mito en la gran pantalla, sobre todo las de Bela Lugosi y Christopher Lee, pero ninguna alcanza ni de lejos el aura de terror sobrenatural que impregnó Schreck a su criatura, una interpretación mitológica que originó una fábula terrorífica casi desde el día de su estreno.
Empezó a circular la leyenda de que Max Schreck era un auténtico vampiro y que Murnau le había ofrecido el cuello de la protagonista femenina, Greta Schröder, en la última escena. En realidad, Schreck era un actor de la compañía de Max Reinhardt que participó en muchas obras teatrales y cinematográficas, aunque la leyenda acabó por tomar forma en La sombra del vampiro (2000), de E. Elias Merhige, una interesante y fallida aproximación a la creación de Nosferatudonde Willem Dafoe y John Malkovich dan vida respectivamente a Schreck y Murnau. Lo más curioso es que Merhige había realizado diez años atrás Begotten, una cinta experimental de terror sobrenatural que está mucho más cerca de la ambición y la belleza primigenias de Nosferatu.
En 1979 Werner Herzog intentó un homenaje bastante aparatoso con un Klaus Kinski pasado de vueltas intentando emular inútilmente a Schreck y un colorido kitsch que sólo hace añorar el solemne blanco y negro original. La película de Murnau estuvo a punto de ser destruida para siempre cuando la viuda de Stoker, Florence Balcombe, demandó a la productora alemana por la violación flagrante de derechos de autor y exigió que se destruyeran todas las copias existentes de la película. A punto estuvo de conseguirlo, aunque por suerte había algunas circulando por cines de Europa y Estados Unidos y el exquisito vampiro de Murnau se salvó in extremis de desaparecer para siempre en un rayo de luz.