Tengo recuerdos de cuando yo era pequeño, tan pequeño que aún no estaba escolarizado y no sabía leer aparte de reconocer las vocales y la “m” de mamá. Imagino que todos tenemos como una nebulosa infantil, es un tiempo en que comenzamos a tomar contacto con la realidad ajena al ámbito familiar más cercano. Yo frecuentaba con mi hermano mayor la casa de mi abuela paterna, una casa muy antigua que ya no existe. Entrar en esa casa de techos altísimo será como entrar en un mundo aparte, aún sin televisor. Ahora pienso que era como entrar en una dimensión de realismo mágico. Mi abuela decía que guardaba pesetas de Negrín. Yo no sabía que Negrín era un apellido y me imaginaba monedas ennegrecidas por el tiempo. Un día nos las enseñó a mi hermano y a mí, y mi abuelo, desde otro cuarto le decía que no sacase el “dinero rojo”. Yo no entendía nada, porque aquellas monedas acuñadas en plena guerra civil, ni estaban roñosas como yo me imaginaba por lo de “negrín” ni eran rojas. La explicación a tanto secretismo sobre las dichosas monedas de latón era que tenían que haber sido entregadas al término de la guerra para hacer los cables para la línea telefónica. Mi abuela era natural de Cox y, yendo con ella, a veces se paraba en la calle a hablar con otra mujer. Aquella mujer se llamaba Josefina y sólo muchos años después supe que era la viuda de Miguel Hernández. No recuerdo que, en mi casa, se hablase de la guerra civil, aunque a veces te llegaban retazos de conversaciones de los mayores. Mis primos, para asustarnos, decían que si cavabas en el patio de la casa de la yaya, salían muertos de la guerra civil. Lo que veías y oías iba conformando en tu imaginación un territorio casi mágico y la guerra civil era algo muy lejano pero cuya sombra llena de misterios se proyectaba sobre la cotidianidad del presente. Misterios que no precisaban entonces de explicaciones racionales porque formaban parte de un universo propio donde lo real y lo fantástico convivían sin ningún conflicto.
Todo este viene a cuento, nunca mejor dicho, de la lectura de “Columna del miedo”, libro de relatos de Eduardo Boix (Eolas Ediciones, Serie Relojero de Banaguás, León, 2020), de quien no hace mucho reseñaba yo “Los confinados”(Ed. Frutos del tiempo, Colección Fif%ty, Elche, 2020), una especie de diario de aquellos días de la primavera pasada que dieron en llamar “el confinamiento”. Ahora pienso que los más pequeños recordarán dentro de mucho tiempo “el confinamiento de 2020” como un tiempo extraño donde sus padres no salían de casa, no iban a trabajar, veían con preocupación el telediario y por la tarde salían a aplaudir por la ventana.
Los relatos de Eduardo tienen esa cualidad cuasi de realismo mágico, emparentada con el relato oral, con las historias que nos contaron nuestras abuelas, en que lo cotidiano se mezclaba con lo inverosímil. Más que un libro de relatos sobre la guerra civil, “Columna del miedo” es un libro de homenaje a la figura de la abuela, a aquella generación que dio lo mejor de sí, sin pedir nada a cambio. En mi caso, esa generación se corresponde con la de mis padres. “Columna del miedo” es también una forma de contar. García Márquez pese a que, en líneas generales tenía toda la cosmovisión de “Cien años de soledad” en la cabeza, se vio incapaz de darle salida hasta que encontró “la voz”. Aquello le dio la clave y se encerró a escribir durante dieciocho meses, como si aquel relato se lo estuviese dictando su abuela gallega, exactamente con el mismo tono, y así parió Gabo una de las cimas literarias del siglo XX.
Algo parecido creo que le ha ocurrido al autor de “Columna del miedo”. El bombardeo de Alicante en mayo de 1938, dejando cientos de víctimas civiles, es un tema medular en el imaginario creador de Eduardo Boix, por motivos literarios pero también personales. Todo comienza con aquel recuerdo de su abuela Carmen, el único que pervivió en su Alzheimer y que de forma obsesiva la atormentaba. Tras la caída de una de las bombas, la metralla había decapitado a una mujer que siguió corriendo sin cabeza. La abuela de Eduardo había sido testigo de este hecho, que bien podría calificarse como de realismo mágico, cuando tenía ocho años. Resulta paradójico que un testimonio tan vívido, tan palpable, tan crudo, como paradigma del horror, venga de la memoria de una persona que la ha perdido.
A la muerte de su abuela en 2010, Eduardo comenzó a documentarse y puso en marcha un proyecto de investigación llamado precisamente “Columna del miedo”. Algún tiempo después, ello dio lugar al magnífico libro de relatos que ha conservado el título original del proyecto y su carácter de homenaje. Son once relatos, precedidos por un breve texto introductorio del autor. No todos tienen al bombardeo de Alicante como marco, pero la mayoría de los relatos sí están conectados en algún punto, a manera de vasos comunicantes o como un mosaico de recuerdos y voces. El bombardeo tiene un protagonismo necesario en los dos primeros relatos pero su efecto luctuoso vuelve a hacerse patente en “La maestra” y en la evocación que Miguel Hernández hace de Alicante, del puerto, del mercado, de las casas, de las palmeras recortadas sobre el cielo azul, mientras lo interrogan a golpes. Para cerrar la estructura circular del libro, la impronta del bombardeo vuelve a aparecer en la página final del cuento “El niño del tranvía” que lo finaliza. Carolina, la enseñante represaliada en el cuento “La maestra”, y Vicente, el impresor protagonista de “Círculos”, cierran sus respectivos relatos, marchándose la una y huyendo el otro, hasta cruzar el Atlántico. Pero, aunque no vuelven a aparecer, sí sabemos por medio de otro personaje, su hija Cordelia (protagonista de otro relato), que ambos se conocieron en México y se casaron, afincándose luego en Argentina. La función de enlace a la que antes me refería, entre distintos cuentos, no resulta artificiosa ni forzada. En aras de una mayor coherencia literaria y temática, creo muy conveniente respetar la ordenación espacio temporal y leer los cuentos en el mismo orden en que se nos presentan por su autor.
Por último, es de destacar que el estilo de Eduardo tiene una fuerte raigambre visual, casi se podría decir que el escritor utiliza recursos del lenguaje cinematográfico como el zoom, el flashback o la panorámica. Por poner un ejemplo, el segundo cuento, “El novio de la muerte”, donde asistimos a la celebración clandestina de un matrimonio por el rito católico, transcurre casi en tiempo real, como en plano secuencia, y al final es casi perceptible un fundido en negro. Decía Julio Cortázar que “sólo con imágenes se puede transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene en nosotros”. No sería exagerado decir que Eduardo Boix lleva camino de convertirse en audaz alquimista.
En definitiva, “Columna del miedo” constituye un corpus narrativo unitario, sólido y bien armado. Son relatos muy bien construidos, tensados y tallados a conciencia. Algunos con una conclusión a la manera pavorosa de Poe, que te deja clavado en el asiento, como sucede en “La maleta” o en “La viejita Cordelia” y, por supuesto, en el mismo relato de inicio, donde Eduardo le da una vuelta de tuerca al recuerdo de la mujer corriendo sin cabeza. Una ficción que surge del germen de ese recuerdo insistente. El recuerdo de una mujer que lo dio todo y, al final, ni siquiera el alzhéimer vino a actuar como bálsamo del horror vivido una mañana de mayo de 1938, mientras el olvido se llevaba todo lo demás.