La llegada a Dubái fue un poco la continuación de la salida de Qatar. Aterrizamos y el jet privado se apartó de los fingers de las líneas comerciales hasta detenerse en una rampa alejada. Tres limusinas Mercedes blancas de no sé cuantos metros, se aproximaron hasta quedar a dos metros del avión. Khalid, Magmud y yo nos introdujimos en un uno. En el segundo se metieron seis hombres con pinta de guardaespaldas. Mientras el larguísimo vehículo arrancaba, vi que iban cargando en el tercero nuestras maletas. El control de aduanas brilló por su ausencia. No sabía si tenía más ganas de una cerveza o de llamar a algún amigo de Alicante para contarle mi singular aventura en el Oriente Próximo.
Mientras rodábamos hacia nuestro destino noté cómo la actitud de mis acompañantes se iba relajando. Por un momento me vinieron a la mente imágenes de las películas de la Guerra Fría cuando alguien conseguía escapara de los países del Telón de Acero. Un rato después vi que el coche se aproximaba al edificio en forma de ola y se detenía frente a la entrada de la vela del Jumeirah. Un hombre corría por las escaleras hacia nosotros seguido de otra quincena de personas como si en el hotel se hubiera declarado un incendio. Para mi sorpresa, luego me enteré que se trataba del director del hotel y gran parte del equipo directivo. Como era de imaginar, tras lo que había vivido los días anteriores, a nadie se le pasó por la cabeza hacernos pasar por recepción.
Al entrar en el hotel, Mohamed me dijo:
- Luego nos vemos.
Asentí mientras uno de los empleados del hotel, con gestos casi serviles, me pedía en inglés que le siguiera. Me introdujo en un ascensor y subimos hasta el piso vigésimo. Allí me encontré a un segundo hombre. El que me acompañaba me indicó que era mi secretario. ¿Mi secretario?, me pregunté. El hombre, de una educación exquisita, me hizo recorrer los trescientos metros cuadrados de mi suite e insistió que le pidera cualquier cosa que pudiera necesitar.
- Es mi razón de estar aquí – concluyó para mi perplejidad.
La vista de la habitación sobre el Golfo Pérsico era espectacular. “Bueno”, me dije, “disfrutemos de lo que la vida me regala”. Le dije al secretario que me daría un baño. Me acompañó al jacuzzi con vistas al Golfo y se quedó a mi lado mientras me relajaba entre las burbujas. Al principio me hizo sentir un poco incómodo, pero en pocos minutos me habitué a su presencia. Al salir me dio una toalla y me siguió hasta la habitación donde, algo embarazado, me ayudó a vestirme. Le pedí que me dejara descansar un rato.
Una hora después entró en la habitación como un gato persa y me anunció en voz queda:
- El señor Mohamed le espera en su habitación.
Fuimos a los ascensores y subimos unos pisos. En medio de un hall, un hombre con un sospechoso bulto en la cadera derecha nos dio paso a una puerta después de asegurarse de quién era. Entré en una habitación. Bueno, llamarla habitación es una manera de definirlo. Aquello eran quinientos metros de vivienda; incluso había una piscina de quince metros. Mohamed y Magmud me esperaban sentados en un gigantesco salón vestidos, ahora sí, de occidentales.
- ¿Quieres beber algo? – preguntó Magmud–. ¿Te gusta el champagne?
- Sí – respondí afirmativamente a las dos cuestiones.
Magmud hizo un gesto a su secretario del hotel y, para mi asombro, cinco minutos después aparecieron dos empleados cargando una especie de bañera de un metro de diámetro llena de botellas de Louis Roeder Cristal colocadas entre montañas de hielo.
Ahí comenzó un giro de tuerca sobre lo que había vivido en Qatar. Comenzamos a beber con ansia de bereber y en media hora nos hacían gracia hasta los chistes en inglés. Al cabo, el secretario de Magmud –envidia me daba el hombre. Mi habitación de “solo” trescientos metros me hacía percibir con claridad el desnivel social que había frente a nosotros igual que los quinientos metros de su suite– se acercó a él y le susurró algo al oído. Este, hizo un gesto de aproximación con su mano izquierda. Un minuto después entraban en la habitación tres mujeres tapadas desde los pies a la cabeza, apenas mostrando sus ojos, y se plantaban con la cabeza baja ante nosotros. Para mi sorpresa, Mohamed me preguntó:
- ¿Cuál prefieres?
Yo no sabía ni qué pensar, ni qué decir. Señalé unos ojos verdes y dije:
- Esta.
- Buena elección –asintió Magmed-. Las iraquies son especiales.
Hablaron algo en árabe y las mujeres salieron de la habitación. Un minuto después volvieron, pero –cómo decirlo–, en otra dimensión. Sus túnicas y velos habían desaparecido para quedar reducidas a lencería de lujo y tacones de vértigo. Durante media hora compartimos copas, risas y complicidades y, al cabo, nos metimos todos desnudos en la piscina mientras el secretario se mantenía atento a cualquier capricho. La iraquí hablaba un inglés aceptable y se mostró tan cariñosa como un ama de crianza. Con disimulo, una vez braviado por la esforzada iraquí, me retiré a una habitación con ella…
Cuando ya reposaba sobre el pecho de mi hermosa hetera, ambos ya saciados, escuchamos unos gritos femeninos. Asustados, salimos desnudos al pasillo de aquella gigantesca suite. La berevera –esa resultó ser su raza– gritaba gesticulando y repitiendo un monosílabo que, hasta yo, desconocedor de la lengua árabe comprendí como una rotunda negación. Detrás de ella, con gestos de airada protesta, caminaba Magmud, de cuya entrepierna colgaba… algo descomunal. Mohamed se juntó a mí y me explicó:
- Ahora comprendes porque le llama “el elefante”.
Tras un pequeño cruce de palabras, mi querida iraquí dijo que se hacía cargo de “el elefante”. Tras cruzar un par de miradas con la berever, esta, a fin de no perder la tarde, decidió venirse conmigo. No diré qué pasó durante la noche, pero mi despertar puso un delicioso final a mi relación con la berever.
Tras desayunar opíparamente, Magmed nos llevó a la pista de esquí de tres kilómetros que, asombrosamente, han construído en aquel desierto. Tras hacer unas cuantas bajadas nos paramos a tomar algo en la cafetería. Junto a nosotros se sentaban dos mujeres, una de las cuales parecía la reencarnación de afrodita, aunque con una tonalidad de piel más bronceada. A los pocos minutos se sentaban en nuestra mesa y allí me enteré de que la diosa se llamaba Anjum y era marroquí. Era actriz de culebrones y me tenía hechizado. Finalmente, quedamos en recogerlas para ir a cenar y…
La cena fue un tanto agitada. Magmud y Mohamed habían reservado mesa en uno de los mejores restaurantes de la ciudad del lujo y, además de a las dos hermosas mujeres, también había invitado a cuatro jeques de no sé qué lugares. Ninguno de ellos hablaba inglés y para hacerse los simpáticos, no hacían más que decir “Madrid, Madrid” y enseñarme vídeos del equipo de fútbol español. La amiga de Anjum bebía como una cosaca y al poco rato llevaba una cogorza que me hizo temer que mi soñada noche con Anjum se iba a malograr. Le dije a esta que controlara un poco a su amiga, que si no la cosa iba a terminar mal. Mi adorada marroquí dijo algo al oído de su amiga y ambas se fueron al baño. Al cabo de cinco minutos regresaron; la amiga más despejada. A partir de ahí, se controló y la cena terminó sin más sobresaltos. Ambas vinieron al hotel y, para mi felicidad, Anjum subió a mi habitación, donde el secretario nos sirvió unas bebidas. Al poco nuestras ropas se deslizaron por el suelo y dimos rienda suelta a nuestros apetitos en el jacuzzi ante la mirada imperturbable del secretario. Proseguimos agotándonos en mi habitación, ya fuera de la vista del secretario. ¡Qué poco dormí esa noche que hubiera querido que nunca terminara! Cuando nos despertamos, desayunamos con abundancia y nos regalamos las últimas caricias. Como no sabía de qué iba el asunto, pregunté a Anjum si me permitía que le diera algún dinero para que se comprara un regalo por mi cuenta, pero ella se negó. Con un largo beso lleno de futuras nostalgias, nos despedimos.
Ya volvía ese día a Alicante. Cuando fui a hacer la maleta vi que el secretario la tenía lista con la perfección de un profesional. Quise darle una propina, pero se negó en redondo. Magmud me acompañó al aeropuerto donde, como era previsible, nadie me inspeccionó el equipaje. El vuelo en business se me hizo corto. El agotamiento de la maravillosa noche con Anjum, la mujer más hermosa con la que he estado en toda mi vida, hizo que durmiera casi de un tirón en la cama que la azafata me preparó tras tomarme un par de copas de champagne.
Y así terminó mi primer periplo por el Próximo Oriente.