El torturador se acerca hacia ella. Tiene las manos manchadas de sangre y el corazón del color del azabache. Los ojos le brillan de soberbia y éxtasis, dando evidencia del supremo placer que le produce su creativo oficio.
Su cabeza rapada le reluce al calor de las llamas, que iluminan su cara y realzan aún más la musculatura de su torso desnudo. Menea con maestría el hierro, que enrojece entre las brasas de su pequeña forja, aportando luz a una críptica mazmorra cuyos muros de piedra delimitan su universo y su porvenir. Parece el mismo Belcebú en las puertas del Averno, recibiendo con sonrisa demoníaca a los nuevos ingresos, mientras azuza el magma abisal con el tridente, para mantener el calor en un infierno empedrado de almas de pecadores irredentos.
La intimida sólo con su mirada lasciva, con su gesto, y las parcas palabras que brotan de su boca. El sádico es un artista del dolor, un creador de sensaciones, y la mujer que le espera en el potro de tortura, su cordero a inmolar; y como si esa relación hubiese estado pactada desde la Eternidad por aquellos que nos crearon, cada uno lleva consigo su guión impreso, su dialogo memorizado y su epílogo previsto, repetido desde el germen del mundo, desde que el hombre es ejemplo vivo de la lucha entre el bien y el mal.
Tan talentoso sanguinario es capaz de prolongar el castigo lo imposible, y si a su comandante no le corre prisa, estira la agonía como si fuese el pellejo de una res, retrasando la muerte días enteros. Elonga el aguante físico y obtiene estertores tan sempiternos que logra impresionar a otros matarifes, asesinos y torturadores que van a verle trabajar, sólo por el placer de observarle, siendo éstos mucho más versados que él en el inveterado arte del tormento. Él es joven, y aporta creatividad e ilusión en cada quemadura, desmembración, desgarro…en esos momentos celestiales en que entra en estado de flujo, son tan gratificantes las resultas de su obra que no es capaz de dormir o comer; a lo sumo algún legionario compasivo le acerca algún odre de agua o vino, con el que saciar su sed.
Sin embargo no siempre puede disfrutar de esos momentos de intimidad creativa. Es funcionario del estado más grande y poderoso de todo el Orbe, y debe sus prioridades a las decisiones del general de la falange. A veces, por casus belli, urge que el prisionero deba revelar las posiciones de su ejercito, cuántos infantes se acercan, qué tipo de carros traen o por donde piensan atacar...entonces con más prisa que vocación, saca de cada uno de sus clientes toda la información posible, como si volcase un cubo de desperdicios sobre la mesa para escrutar de un vistazo los secretos que oculta.
Pero hoy no es el caso. Hoy tiene tiempo y se trata de algo sencillo; una pagana que debe renunciar a su fe y acceder a hacer sacrificios en favor de la auténtica religión, como preparatorio para la celebración de las fiestas de Culto Imperial y el Consejo de los Galos, con lo que toda la provincia romana se reunirá en su ciudad para celebrarlo en unos días. Será algo grande y ella, al ser la presa más joven, tendrá el honor de degollar a algún cabrito en el Anfiteatro de Las Tres Galias, en honor a Diana, ante casi 20.000 personas.
Así que la mira con devoción, con atracción tóxica, como lo haría un áspid al ratoncillo de ojos saltones que tiene inmovilizado, relamiéndose en su mirada de terror mientras lo asfixia despacio, disfrutando de ver como su cuerpo va quedando enervado y flácido. No hay mayor tortura que jugar con las emociones y sentimiento del reo, que basculan entre desear la propia muerte y sobrevivir en última instancia. Apretar para luego soltar, y luego seguir apretando. Ese es el protocolo, y él lo sabe bien; todo sometido luchará mientras haya esperanzas de sobrevivir, de ser perdonado, creído...como si la tortura fuera solo el medio que busca un fin, y obtenido éste, se acabó aquél. Pero no. La tortura es fin en sí misma; es someter cuerpo y espíritu de manera perversa, sucia, obscena, y acabar en su caso con la redentora muerte que todo lo purifica. No puede ser de otra manera. Sólo así se mantiene un imperio, se disciplina a un pueblo y se sustenta el sistema político. Si los torturadores fuesen compasivos, toda la esencia del poder estaría perdida.
Esta vez la joven Blandina promete mucho. Cualquiera de su gremio soñaría excitado con algo así; destruir tanta belleza y perfección, someter la virtud y mancillar la pureza es un ansia que late en el corazón de cualquiera de su ralea. El César le regala una cándida adolescente de inmaculada virginidad, piel tersa, ojos hermosos y labios rebosantes de vida, enmarcado todo ello en el exuberante pelo bermejo que parcamente cubre su pérlea desnudez. Pero lo más excitante es su mirada serena, su gesto de convicción irrefutable. Cuando haya terminado con ella, no quedará ni rastro de eso. Y además acabará en el momento en que él lo decida. Ni antes ni después, pues todas las personas se quiebran por el mismo sitio y casi a la misma vez. Así que presume que la débil sirvienta franca le va a dar juego y margen como para disfrutar un buen rato, aunque la debilidad propia de tal chiquilla le obligue a dosificar su violencia para no perderla antes de la cuenta, y esté lista y sometida para su cita con el foro. Quién sabe, quizás así, deforme, ultrajada y sumisa, hasta pueda conservar la vida…
Fabián, el joven verdugo público de la ciudad de Lyon, en la Galia Transalpina, pertenece a la X Legión Gémina. Es un hombre callado y poco sociable, algo habitual entre aquellos cuya profesión es el dolor ajeno. Es normal, pues cualquiera de sus compañero con los que hoy comparte plato o meretriz, mañana puede acabar frente a sus tenazas al rojo. Por eso no suele ir a grandes eventos sociales y mucho menos al Circo. Hasta hoy, jamás había subido por los palcos del anfiteatro, y eso que siempre tiene entrada, torta de pan y jarra de vino gratis, como todos los miembros de la cohorte urbana. Pero hoy, en pleno idus de agosto del año 177, no ha podido evitar acercarse. Ha pasado los últimos días violando e infligiendo a Blandina los mayores suplicios, tanto él como algún compañero que ha tenido que darle relevo. Pero nada. Ella no ha renunciado a su fe. Está perplejo. Son muchas muertes y torturas a sus espaldas como para que ahora una mocosa le sorprenda como lo ha hecho. Así que no puede evitar ir a ver, ahora desde cierta distancia, como acaba la cosa.
La arena ha quedado limpia y en silencio. Los combates de gladiadores y el concurso de elocuencia en latín y en griego han acabado, y justo ahora la joven y sus hermanos son el broche final. Las puertas se abren con un característico chirrido y la plebe brama enloquecida cuando aparece ella, ayudada por dos legionarios, arrastrando una inmóvil pierna. La fama de la ya molesta cristiana ha trascendido al populacho, al desairar a Marco Aurelio en su vehemencia de que todos los de su secta presos en esa ciudad, renieguen de Cristo y abracen la fe del estado. A Fabián le abruma un ambiente tan estridente y zafio. Mira desde la grada al minúsculo objeto de su deseo y piensa que a ella tampoco le hubiese costado mucho apostatar. Hoy estaría olvidada y pidiendo limosna a la salida del Circo, con la cara desecha y sin dedos en las manos; con el cuerpo marchito pero viva. Sin embargo ahora está muriendo a un estadio de distancia de él, embestida por un toro, abrasada en una silla incandescente y luego decapitada, ante una masa amorfa de marionetas sin criterio, sin gusto y sedientas de espectáculo. Y todo ello ejecutado por sobreactuantes payasos disfrazados de verdugos, que no tienen ni idea de los que es la tortura ni el arte del martirio.
Fabián sale del Circo justo tras ver rodar su cabeza por la arena, molesto y pensativo, sin atender a alguna conversación que gente sin rostro intenta mantener con él.
Pasa junto al Templo de Roma y Augusto, se sienta en el mirador de la colina de Pagus de Condatela y observa la confluencia del Ródano y el Saone, con los imponentes Alpes al fondo. Piensa que Roma y su Imperio están perdidos con enemigos así. Y también piensa que toda la ciudad ha tenido el placer de verla morir, algo que debería haber sido privilegio sólo suyo.
Santa Blandina es patrona de la ciudad de Lyón y del gremio de las sirvientas, y celebra su fiesta el 2 de Junio.