Decía el padre Brown, el detective sacerdotal inventado por Chesterton, que si alguna vez se hubiera atrevido él a matar a alguien, sería a un optimista. Cuando le preguntan por qué no tolera la alegría personal, el padre Brown replica que a la gente le agrada la risa frecuente, pero no la alegría perenne. "La alegría sin humorismo es cosa muy cansada", concluye. Por esa misma regla de tres, una de las peores lacras de la pandemia del coronavirus es este optimismo continuo con el que hemos decidido afrontarla.
Estaba muy bien lo de no alarmar a la gente al principio, allá por marzo pasado, cuando los camiones del ejército cargados de ataúdes hacían cola en Lombardía, pero un año y más de dos millones de muertos después (58.000 de ellos en España) cabría preguntarse, entre las fiestas multitudinarias, los mitines negacionistas y los bares abiertos de par en par, si con tanto optimismo no se nos habrá ido un poco la mano. No sé, quizá un poquito más de alarma y de canguelo nos habría venido bien a la hora de tomarnos en serio las medidas contra los contagios. Sí, pensándolo bien, a lo mejor ahora no tendríamos otra vez overbooking en la UVI.
El covid y el optimismo no acaban de conjuntar bien, como las botas militares y la minifalda, o como aquel condenado a muerte que la noche antes de la ejecución pidió como última voluntad una ración enorme de cordero asado, no se la pudo terminar y le dijo al carcelero que le guardara las sobras para el almuerzo del día siguiente. De nuestra última voluntad todavía no estoy muy seguro, pero la penúltima y la antepenúltima han sido rescatar a cualquier precio la hostelería y el turismo, aunque en realidad parece que el plan oculto del gobierno fuese salvar los cementerios. No se lee mucho al respecto, pero está claro que el sector que está saliendo reforzado de la crisis sanitaria -hecho un toro, como quien dice- es el funerario. Los fabricantes de féretros y los marmolistas se deben de estar poniendo las botas. Militares y con minifalda.
Puesto que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma pandemia, el español tropieza tres, y si en julio se nos advirtió que había que salvar la temporada veraniega, en diciembre la consigna fue socorrer a Papá Noel y a los Reyes Magos a toda costa, aunque luego, al abrir los regalos, descubriéramos que nos habían traído un respirador artificial y un catéter. Pero, como no hay dos sin tres, ahora la ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto, anuncia que, con un poquito de suerte, la Semana Santa puede ser la fecha de reinicio de los viajes nacionales de una manera segura.
"España sigue siendo, junto a Italia, el país preferido para viajar" ha dicho Maroto, una declaración con la que el coronavirus estaría muy de acuerdo. Con los miles de pacientes hospitalizados, los centenares de fallecidos diarios y las urgencias nuevamente a punto del colapso, al coronavirus sólo le falta comprarse una maleta y una gorra. El optimismo del gobierno resulta, por decirlo con una frase hecha, inasequible al desaliento, igual que Ed Wood en la cabina de teléfonos cuando, al preguntar a un productor qué le parecía la película que le había enviado y escuchar que una puta mierda absoluta, respondía con una sonrisa: "No importa: la próxima será mejor".