Avalado por el premio Antonio Oliver Belmás de 1992 pudo ver la luz en el año 1993 el volumen ¿Dónde andará la vida? Lucidez, desgarro y tristeza vuelven a ser los sentimientos dominantes en sus páginas. La vida, según Sánchez Robles, es un mercurio que ha bailado entre nuestros dedos y finalmente ha optado por irse. El ayer cobijó la dicha (“Con frecuencia era sábado”, nos dice en la p.16), pero aquella plenitud luminosa se ha desvanecido y ahora el vértigo nos anonada (“Todo pasó muy rápido delante de nosotros”, p.22)… Probablemente, el único refugio que nos quede para superar la desesperación sea el ejercicio de la literatura, entendida como válvula de escape o como religión laica (“A veces duele el tiempo y lo escribimos”, p.36), porque ni siquiera mirando a nuestro alrededor encontraremos alicientes. La ciudad es un campamento de zombis, que ignoran (o que prefieren ignorar) su condición de cadáveres andantes: oficinistas con corbatas estúpidas; niños que no saben jugar o que ignoran la forma de reír; jóvenes ricos que se refugian en un snack-bar y que acodados allí consumen sin pausa alcoholes que los narcoticen; obreros con tarteras donde se entibia su almuerzo; transeúntes sin memoria y sin ilusión; árboles que se resignan a tener flores de color gris… Es todo tan absurdo, tan desesperante, tan grotesco, que produce una aflicción insuperable en el poeta. “No hay rumbo”, declara en la página 64. Y por tanto debemos aceptar que “somos el sobrante numérico de cero” (p.83). No se puede llegar más lejos, aparentemente, por el camino de la negación y del nihilismo poético.