Fabián Soberón nació el 18 de junio de 1973 en la ciudad de Juan Bautista Alberdi, provincia de Tucumán, República Argentina, y reside en la ciudad de Yerba Buena, en el aglomerado urbano San Miguel de Tucumán. Es Licenciado en Artes Plásticas y Técnico en Sonorización por la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán. Se desempeña como Profesor en Teoría y Estética del Cine en la Escuela Universitaria de Cine y como Profesor en Comunicación Audiovisual y Comunicación Visual Gráfica en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT, en la que ha sido Profesor de Historia de la Música. En 2014 obtuvo la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Integra las antologías “Poesía joven del Noroeste Argentino” (compilada por Santiago Sylvester, 2008), “Narradores de Tucumán” (compilada por Jorge Estrella, 2015) y “Nuestra última Navidad” (compilada por Cristina Civale, 2017), así como el diccionario monográfico “La Cultura en el Tucumán del Bicentenario” de Roberto Espinosa (2017). Fue traducido parcialmente al portugués, al francés y al inglés. Presentó algunos de sus libros en universidades y otros espacios de Puerto Rico, Estados Unidos, España, Francia, Alemania y Suecia. Libros publicados: la novela “La conferencia de Einstein” (1ª edición en 2006; 2ª edición en 2013); en el género relatos: “Vidas breves” (2007) y “El instante” (2011); en el género crónicas: “Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez” (2013), “Ciudades escritas. Crónicas desde EEUU” (2015) y “Cosmópolis. Retratos de Nueva York” (2017); y el volumen “30 entrevistas” (2017).
1 — ¿Comenzamos transcribiendo algún breve tramo de tu libro “Mamá…”?
FS — “Qué es la infancia, me pregunto sentado frente a los árboles helados y raquíticos del jardín de la madurez.
La infancia se parece a una calle por la que pasé y que ahora no está, a una vereda en la que me detuve y que ahora está borrada, a un árbol que me dio cobijo y que ahora es una sombra de ramas, a una cara que alguna vez miré y que ahora no encuentro.”
2 — Tu infancia, entonces. Tus recuerdos.
FS — Nací en junio del 73. Mi hermano José en febrero de 1978. Nos llevamos cuatro años y un poco más. Yo viví mis primeros años en la calle polvorienta a tres cuadras del centro de Juan Bautista Alberdi. Mi hermano nació en una casa del barrio Escaba, al lado de la ruta que lleva al Badén y a los imborrables cerros que lindan con La Cocha.
No tengo recuerdos nítidos de la casa en la calle de tierra. Mis primeros recuerdos claros son de la casa del barrio. La bicicleta roja y diminuta, las caídas repetidas, las corridas, los juguetes: todo eso es una moneda esplendorosa que se enciende en el barrio Escaba.
Mi mamá nos cuidaba con mucho esmero, con enorme dedicación. Mi papá trabajaba mucho y a veces no paraba de noche en la casa.
Tengo conmigo, ahora, el Citroën estacionado en el garaje estrecho. Yo me paraba en la puerta y contemplaba sus curiosas curvas, sus faros pequeños como insectos de vidrio, su blanca chapa inmaculada. El Citroën era un símbolo inseparable de mi padre, de sus horas afuera, de sus partidas repentinas e inesperadas. El auto estaba unas pocas horas en el garaje, parado, y al poco tiempo mi padre partía de nuevo. Después supe que trabajaba en doble turno y que el rumbo de su vida estaba marcado por los ingenios.
Ya sea por el esfuerzo de mi padre o por la abnegación de mi mamá, nunca nos faltó nada. La heladera estaba repleta, desbordante, llena de fiambres, quesos, frutas y alimentos. Las fetas de queso se salían de la puerta y el kilo de dulce de batata resplandecía con la luz penumbrosa de la heladera.
Mi mamá ya había alcanzado una muy buena relación con mis tías Marta y Amalia. De modo que las visitas a la casa de mis abuelos eran auspiciosas y frecuentes.
Cuando yo iba al cuarto grado en la escuela Normal de J. B. Alberdi, mi mamá y mis tías (ellas participaban mucho en los asuntos educativos) eligieron enviarme a un colegio privado de Concepción. Esa medida significó un cambio importante para todos. Algunos padres los criticaron por mandarme a una escuela ubicada lejos de casa. Pero pronto se vio que la medida había sido acertada. No sólo trajo una mejoría en mi rendimiento escolar, sino que también me obligó a viajar solo y a vincularme con otras personas. Para un niño de diez años fue un cambio drástico y creo que, de alguna manera, significó un paso adelante en el crecimiento.
Mi mamá pasaba sola muchas horas en casa. Mi hermano era muy pequeño y la única compañía “mayor” era yo. Mi mamá tenía, por esos años, unas pocas amigas. Sus horas estaban dedicadas, en su mayor parte, al trabajo y a la crianza de los hijos. Eventualmente, tomaba cursos y asistía a la iglesia evangélica que estaba cerca de casa.
El barrio Escaba era enorme. Al menos lo era para los ojos de un niño. Tenía una plaza central y unas pocas calles pavimentadas. En la plazoleta los chicos habían instalado una improvisada cancha de fútbol. También había un canal que solía llenarse de agua y barro con las lluvias de verano. Al frente de mi cuadra había un baldío. Allí, en otoño, solíamos remontar barriletes. Mi mamá hacía las veces de esmerada secretaria: cuando el viento arreciaba tomaba los hilos y conducía el barrilete para evitar que se lo llevara al infinito.
Por las siestas mi mamá iba a su trabajo en la Escuela de Manualidades. Mi papá, ya dije, casi no estaba.
No sé en qué momento la relación entre ellos se arruinó. No puedo identificar el instante. Supongo que no hubo un instante preciso. Las relaciones entre las personas se construyen en el tiempo y la vida es un río caudaloso cuyo centro se mantiene oculto.
Mis padres empezaron a llevarse mal. Pero de eso nos enteramos mucho después mi hermano y yo. Lo supimos casi al mismo tiempo que llegó la separación. Supongo que el malestar fue como un río subterráneo que absorbió sus vidas sin que ellos fueran conscientes del todo.
Nunca los escuché discutir. No recuerdo ninguna voz alterada, ningún grito. No hubo en los años de mi niñez ninguna reyerta, ningún encono.
No participé jamás en sus conversaciones.
3 — José, tu hermano. Tu hermano y vos.
FS — Pasé por sucesivas escuelas primarias. La última fue el Instituto Vocacional Concepción, un módico y esmerado colegio burgués, ubicado a treinta kilómetros de mi pueblo, en Concepción, una ciudad pequeña con pretensiones de grandeza. Después de un año de viajar solo a Concepción, mi hermano ingresó a la escuela primaria. Y lo mandaron al mismo Instituto. Entonces, él también empezó a viajar. A partir de ese momento yo no vi solo las vacas, los autos chocados, los vendedores ambulantes y las motos peligrosas. A partir de ese día, las vi con la feliz compañía de mi hermano José.
Caminábamos por la ruta hasta la parada del ómnibus. Esperábamos unos quince minutos conversando con los ocasionales pasajeros y nos subíamos al expreso directo a la Perla del sur. La mayor parte de las veces, nuestro viaje era tranquilo y yo me sentía el custodio de mi pequeño hermano. En ese entonces él tenía sólo seis años y yo once.
Desde mis primeros años de vida me gustó inventar artificios con el lenguaje. Imaginaba palabras y solía colocar motes extraños a las cosas. Esos juegos eran azarosos e inconscientes. No había nada premeditado. Cuando él empezó a viajar conmigo, por amor, por un cariño inusual, solía inventar palabras para que él se riera. Un día, le inventé un apodo. Se me ocurrió un sonido, algo que asociaba con su sonrisa o con su pequeña nariz blanca. Esa palabra fue Guirú.
No encuentro una razón para ese apodo. No sé cuál fue su origen. Sólo lo dije y a partir de ese momento quedó como una seña entre nosotros.
Durante los primeros meses de colegio, mi hermano no entendía las palabras escritas. A mí se me ocurrió leer en voz alta, delante de él, las palabras de la miríada de carteles que había en el camino. Era una forma de entretenimiento. Cada vez que pasábamos frente a una palabra escrita con letras enormes yo le decía que ese cartel decía Guirú. Al principio, mi hermano me creyó.
Cuando el año promediaba y él aprendía los rudimentos de la lectura, empezó a desconfiar. Aún hoy recuerdo el momento en que se dio la vuelta, me miró extrañado y me dijo que era un mentiroso. Era evidente: él había empezado a entender el sentido de las palabras.
A partir de ese día, tuve que inventar otras palabras y tuve que dedicarme a otros juegos. Olvidé el truco con los carteles y me dediqué a hacerle cosquillas debajo de las sábanas como si fuera un tiburón hambriento que rozaba sus costillas en el fondo del mar.
4 — Concepción, Alberdi, esas ciudades-pueblo de tu provincia norteña. Y en ellas tu adolescencia. Es en una revista electrónica donde te han publicado un texto sobre esa etapa. ¿Lo reproducimos?...
FS — “Concepción no es una ciudad. Es el orbe mínimo y precioso del pasado que guarda una parte de eso que se esfuma para siempre. El pasado siempre deja de ser. Es una bruma lenta que se pierde y que deja la estela difusa de algo que alguna vez vivimos. Y Concepción, la ciudad, es una parte del pasado y es un cofre que guarda los olores de eso que tiende a desaparecer. Yo mismo me ocupo de que ese orden parezca real y cierto. La memoria insiste con algo irrecuperable. Por eso inventa: para tener cerca el oasis de lo que ya no está.
Hay escenarios insoslayables: el terraplén, el boliche Madrás, el colegio Nuestra Señora de la Consolación, la plaza principal, el patio amplio y alto de la Escuela Técnica, la vieja terminal de ómnibus. Todos los espacios contienen fantasmas tímidos, evocan y crean personajes que ya no existen en su materialidad pero que fulguran como pelusas o caricias, profusas nubes que vuelan en el ayer.
Los lugares que mencioné contienen formas de la invención. Pienso en la terminal de ómnibus: ese lugar mínimo implicaba para mí la llegada a la ciudad, pero también la partida. Era el terreno de la expectativa, de la ansiedad manifiesta. Ahí bajaba, a veces, para ir a la Escuela Técnica. Ahí vi, por primera vez, un disco de Yes, en la disquería que estaba al lado de la terminal. Y fue el inicio de una pasión y de un deseo. Yo quería ser disc jockey. Y ese deseo sólo existía en mi imaginación. Pero ahora que los años han pasado, ese deseo ha quedado adosado a un lugar que ya no existe. La terminal guarda una forma del deseo y de la decepción: eso que alguna vez quise ser y que ya no soy y que no seré. Y esa luz tenue hoy sólo existe como recuerdo, como una pura evocación. Sin embargo, esa es la única forma de que exista el pasado.
Cuando subía al ómnibus para regresar a Alberdi, mi pueblo de nacimiento, esperaba con mucha ansiedad que subiera el vendedor de facturas. Era Daniel. El aroma dulce y la crema dorada de las facturas significaban una entrada al breve paraíso del sabor.
Estas nubes como recuerdos ayudan a conformar ese orbe huidizo que es el pasado. Y el pasado como orden creado arma el laberinto de la vida. Todos le contamos la vida a alguien y nos la contamos a nosotros mismos.
¿Cuántas veces habré cruzado la plaza principal? ¿Cuántas veces habré sentido que el mundo no tiene sentido? Albert Camus dice que el verdadero problema filosófico es saber si la vida tiene o no tiene sentido de ser vivida. El que fui sintió la náusea, esa desazón estéril, pero sin saber que había un problema filosófico detrás. Yo crucé cientos de veces la plaza y miré cientos de veces los altos árboles y las veredas ásperas y nunca supe que lo que sentía era un sentimiento similar al que motivó a Camus a pensar ‘El mito de Sísifo’. La mera plaza no era solo un rectángulo de piedra con sus árboles, sus pasadizos personales y sus bancos insaciables. La plaza esconde, para mí, la larga noche de la desolación filosófica. Yo no sabía en esos días que la plaza contenía, subrepticia, mis estudios de filosofía. Eso tienen de maravilloso el pasado y los lugares del pasado: nadie sabe lo que vendrá.
En el rectángulo imposible de la plaza pensé por primera vez que quería dedicarme a hacer radio. Y allí, entonces, surgió la idea de escribir un guión. En la plaza está escondido, de alguna manera, mi destino de escritor.
El terraplén es un atalaya, un punto fijo desde el que se configura una visión móvil de la realidad. Desde ahí podía ver la ciudad, pero desde otro punto de vista. La ciudad es otra y la misma desde el terraplén. También significaba el límite de la ciudad de Concepción: desde ahí podía ver los campos sembrados: el retorno al mundo rural. Yo venía del campo. Alberdi era, sobre todo, la puesta en escena del campo. Es cierto que tiene su plaza vieja, sus barrios perdidos, su plaza lustrosa con la gruesa cabeza de Alberdi, esa pesada bola de mármol. Pero en aquel entonces el pueblo era para mí el conjunto lento y melancólico de esa infancia que quería dejar lo más rápido posible.
Cuando era adolescente, cuando cursaba en la Escuela Técnica, yo quería abandonar la infancia: quería olvidarla. Ahora, a los cuarenta, quisiera volver a los años irrecuperables, como si la infancia fuese la verdadera estancia, la única posible, de un breve paraíso. Aún suenan las corridas en las calles de tierra, las vueltas en la bicicleta, antes de las muchas muertes de la familia, esas corridas que ignoraban las tragedias venideras, y esos instantes clavados en un punto fijo del recuerdo. Esos instantes son la imagen inmóvil de un paraíso. Y si nada se mueve, el retorno es imposible.
Yo quería ser dibujante en un estudio de cine de animación, como los dibujantes que hicieron Metegol, la película de Campanella. No había una escuela así en Alberdi. Entonces entré a la Escuela Técnica. La Escuela es el amplio patio rojo, las corridas en los recreos, el bullicio interminable, el techo alto, inalcanzable. La Técnica es el taller largo, cerrado, ruidoso, las palabras de los profesores, la alegría insípida de los compañeros, las primeras conversaciones sobre sexo.
Cuando tocaban el timbre salíamos al recreo. Y algunos compañeros eran humildes y no tenían para el sándwich. Yo sentía pena por ellos. Yo no provenía de una familia adinerada; sin embargo, tenía para el refrigerio. En los días de la adolescencia, las diferencias de dinero se acentúan y son marcas en los cuerpos. Salíamos al pasillo que lleva al bar y corríamos a comprar un sándwich. Yo compraba dos. Uno para mí y otro para que se repartieran entre los compañeros. Había algunos que escupían su sándwich para evitar que los otros le pidieran. Era un gesto típico.
Yo devoraba el sándwich de salame y me perdía en algún rincón del patio a comer solo. Después aparecía Uruaga o Zelaya y hablábamos de dibujo artístico, de los comics que él leía. Zelaya siempre tenía alguna novedad musical. Un día vimos por primera vez la tapa del primer disco de Pink Floyd, ese disco con Syd Barrett, el músico que se perdió en la locura.
Syd Barrett nos seducía porque había fundado ‘la banda’ y después la había abandonado. Creo que sigue siendo un enigma para mí: un personaje que funda un grupo hermético y que después se va, antes del eclipse, antes de la luz ciega que lo haría brillar. Syd renuncia al éxito, uno de los mitos de la sociedad contemporánea. A la vez, en él reverberan las capas mutantes del artista romántico: es el perdido por la droga, el excéntrico que abandona la luna y elige la noche.
Nos pasábamos horas repitiendo los ruidos de los discos. Los recreos funcionaban como un laboratorio de lo que queríamos hacer.
Syd Barrett es la cifra de una época, es el símbolo de una idea del rock y de las cosas. Antes del heavy metal y del futuro, estuvo Syd Barrett, como una especie de anticipación rockera de dos íconos: Artaud y Rimbaud. A ellos los abandoné después.
Pero esa es otra historia.”
5 — Entiendo —por un extenso texto que me has proporcionado— que estás en proceso de escritura de un volumen autobiográfico. ¿Qué tal si damos a conocer lo que fuiste sondeando a propósito de tu ingreso a la cuarta década…?
FB — “En junio de 2013, cumplo cuarenta años. No entro en una crisis. Pero sí reconozco que veo las cosas (o empiezo a verlas) de otra manera. No sé si esto tiene que ver con los cuarenta. Tal vez, no. Hace unos años, cuando leía ‘Habla, memoria’, de Nabokov, me molestaba que Nabokov hubiera narrado su ‘vida’ hasta los cuarenta, más o menos. Tenía ganas de seguir leyendo el pasado. Hoy, después de muchos años de lectura de ese libro, creo que ha sido acertado. Hasta los cuarenta (o cincuenta o treinta y cinco, no sé) se cumple una etapa. Hay algo que se perfila diferente en el futuro, algo se modifica en la perspectiva de ver el pasado. Quizás no tenga que ver con la edad, específicamente. Tal vez tenga relación, en mi caso, con que tengo dos hijos, una casa que mantener, algunos libros escritos, un trabajo sistemático. Las pretensiones ingenuas, tibias de experimentalismo y vanguardismo han quedado atrás. Siguen presentes (y creo que seguirán) mi idea de una búsqueda estética permanente, una exploración estética imparable. Pero cierta idea ingenua, estrafalaria y decadente de la primera juventud ha quedado atrás. Pero no por capricho o fea mirada burguesa sino por una imposibilidad material, experiencial. Ya no puedo salir de noche todos los días. Ni quedarme hasta las seis de la madrugada hablando de Shakespeare o de Borges con los muchachos aprendices de poetas. Pero sí puedo seguir leyendo a Nabokov, Ford, Carver, Chejov, y a cualquiera, en el rojo sillón de mi casa. Mi idea de la confrontación estética, de la ruptura, no la comparto en el fogón de la esquina, sino que la elaboro en el amplio silencio del living, después de que mis hijos se han dormido. En este sentido, hay un pasado irrecuperable. O mejor, ese pasado ya puede convertirse en literatura, ya es inmediata posibilidad de escritura.
Cuando tenía veinte años, no tenía pasado. Hoy tengo pasado. Es decir, tengo el pasado como material irrenunciable para la escritura. Y en ese sentido, los cuarenta no abren una crisis sino una perspectiva diferente. Tal vez por eso escribí la crónica de mi mamá. Tal vez por eso escribí mi velada autobiografía.”
6 — Estás a dos materias de obtener el título de Licenciado en Filosofía. Y el tema de tu tesis es “Kafka y los rostros del poder”.
FS — La filosofía es una disciplina que atraviesa mis escritos. No es una materia que dependa del avatar académico. En todo caso, me parece que las lecturas de filósofos han sido una cuestión vital para mí. Supongo que estoy en la larga lista de los que se dedican a la reflexión y al pensamiento. Uno de los primeros libros que leí y que decidieron mi interés por la escritura y el pensamiento fue “Más allá del bien y del mal”, de Friedrich Nietzsche, junto con un libro de Jean Piaget. Nietzsche me atrapaba por su capacidad para compactar la reflexión, por su devoción por la tempestad. Yo busqué, desde mis primeros textos antojadizos y malogrados, la síntesis y el rayo de Nietzsche. En todo caso, empecé con Nietzsche mi lectura de la historia de la filosofía, y esa fue una forma de invertir a Platón y de subvertir la tradición de lecturas. En Nietzsche, y en Emil Cioran, en Marco Aurelio, en Epicuro, en Pascal, en Michel de Montaigne, también, en Heráclito, en Voltaire, me interesaban la combinación de forma y sentido, argumento y concentración, concepto y precisión de la palabra. De modo que, desde ese inicio a los tropiezos, como un autodidacta juvenil, estaba la búsqueda dual, polícroma de los diversos intereses, la polifonía del sonido y el sentido. Aunque Nietzsche puede considerarse un poeta menor, es un poeta filósofo, como Dante, como Lucrecio, como Jorge Luis Borges. Y con ellos se abrió, en mi caso, una mínima tradición para explorar y para seguir. De esa forma, pude después enfrentarme a ellos, lidiar con estos poetas para poder desembarazarme de ellos. Es necesario matar a los padres para convertirse en escritor.
Por otra parte, he retomado la escritura estrictamente filosófica con la creación de un heterónimo. Desde hace casi un año se publica en una revista de Nueva York una columna semanal con los textos de este heterónimo, cuyo nombre no puedo revelar. Si lo hiciera, se perdería la fuerza de la heteronomía. En la creación de un heterónimo encuentro la posibilidad de ser otro y de quitarme el peso de la identidad, aunque sea por un momento. Es un placer poder ser otro. La identidad puede ser una cárcel, puede ser Dinamarca.
7 — Rememoraste algo de tus clases de dibujo artístico. Añado que llegaste a participar en una exposición colectiva de pintura. ¿Volverás a pintar? ¿Qué pintores no podrían estar ausentes en tu podio?
FB — He vuelto a dibujar en estancias cortas e intermitentes. El dibujo es clave. Y también la pintura al óleo. Soy devoto de Rembrandt, de William Turner y de Johannes Vermeer, entre muchos otros. Cada pintor me interesa por razones distintas. Voy a citar en extenso al filósofo Arturo Serna. Dice Serna: “En la pintura ‘La bañista’, Rembrandt se ha demorado en cada uno de los rasgos de la cara, el pelo, el vestido, el agua turbia, las manos. Pero hay ciertos aspectos de las cosas y de la piel que se distinguen no por su transparencia sino por el alto grado de opacidad: más concretamente, esas cosas entre las cosas están pintadas con un anticipatorio nivel de abstracción que extraña. Rembrandt ha creado la pintura de la mancha antes del arte abstracto ruso o norteamericano. En los pliegues blancos del vestido y en el agua turbia, el pintor despliega un arte de la mancha, de la textura. Si recortamos el cuadro, si nos acercamos a las partes del vestido y el agua, vemos que esas formas han sido tratadas como focos independientes, como figuras geométricas. Rembrandt tiene un ojo ‘avizor’, el microscopio de alguien que se anticipa a una mirada del porvenir. En los centros geométricos de la bañista, el cuadro es anticipatorio y antirrealista, abstracto: la ‘bañista’ desmorona la idea del espejo. El encuadre no selecciona la realidad, sino que habilita un centro de invención pura. Para Rembrandt, un cuadro no es una ventana sino un artificio pictórico, un lugar para el solaz experimental de la mirada.” Concuerdo con el filósofo en lo sustancial. Siento que los pintores me convocan por sus hallazgos, pero también por sus torpezas o por sus intervenciones involuntarias. Estoy seguro de que Rembrandt no quiso inventar el arte de la mancha. Sin embargo, lo hizo. Hay ahí una invención involuntaria. De esas situaciones me nutro para mi escritura y para mi propia utópica pintura.
Vermeer me interesa por su relación con la cultura flamenca. La estudiosa Svetlana Alpers (discípula de Ernst Gombrich) sostiene que la característica central de la pintura holandesa es su carácter descriptivo. La finalidad descriptiva surgió en una fuerte cultura visual arraigada en una tradición de técnica y conocimiento experimental —en oposición a la cultura humanística italiana que privilegia la matemática como método para entender la naturaleza— relacionada con el interés espontáneo por la observación, la cultura de viajes y de mapas, el estudio de la geografía, las plantas, los cristales, los microscopios y los telescopios. No es casual que el primer hombre que estudió los microscopios sea el holandés Anton van Leeuwenhoek. Esta dedicación a los saberes y a las ciencias ligadas a la vista y a la óptica, sientan las bases de un arte descriptivo. Vermeer es una especie de centro que cristaliza los elementos de esta tradición. Y resulta fascinante “releer” esos rasgos en sus pinturas.
Alguna vez, un lector me dijo que en mis textos podían leerse pinturas. Esa opinión me dejó un poco más tranquilo.