En el horizonte de la literatura de Guanajuato, la poesía de Edgard Cardoza Bravo tiene su lugar ganado. No tanto a causa de una inserción a la fuerza como en atención a su persistente profesión de fe, a la disciplina de su dedicación, y claro, a la mirada que ha volcado sobre el paisaje circundante —donde se mira a sí mismo— el cual ha vuelto legible en sus poemas. Esa ha sido su insignia para tener cabida en ámbitos editoriales de la región centro-occidente de México, a la que Zacatecas pertenece; entidad que dio a luz pública el primer cuaderno de poemas de Edgard Cardoza en tiempos de impulso a los jóvenes literatos. Ciudades distantes, cristalizauna relación que viene de lejos en el tiempo, y se imbrican en estas páginas otra vez los estados vecinos, en lo que ha sido un vínculo frecuente de los últimos treinta años.
Con esos detalles expuestos, confío en evidenciar que el autor de este libro es un escritor con experiencia, además documentado en los afanes y las exigencias del oficio. Por ende, mientras leo su poemario, con tendencia promisoria me pregunto si Edgard Cardoza logrará materializar, tal como lo ofrece en sus tres epígrafes iniciales, un estado del arte del ser del poeta en cuanto a recoger y revisar sus pasos, en cuanto a rehabilitar los avatares de su amor y en lo tocante a encontrarse a sí mismo dándose cuenta-asumiendo-declarando su condición actual. Sin adelantar vísperas, avancemos.
Tengo por cierto que antes de todo, un libro de poemas es una plasmación sensorial, sensible, sentimental del autor, cuya valía radica en devenir experiencia veraz para el oído interno del lector. No constituye algún tipo particular de desafío, más bien se trata de una especie de obsequio, relativo a la circunstancia humana, un presente dado en gratuidad, puesto en nuestras manos para el regocijo piel adentro, mediante la lectura. No es mi intención, pues, desenmarañar embrollo alguno ni descubrir entresijos reveladores o descorrer los velos; tan solo dar cuenta de mi andanza con este fajo de poemas.
Desde que la conozco, a la poesía de Edgard Cardoza le encuentro (y en ello me solazo) el flanco inherente a su persona, esa parte en que se refiere a él mismo, en que toma su propia condición como plataforma desde donde proyecta y lanza sus luces verbales, como el núcleo candente donde anida un contraste ya durable entre el mucho afecto por otorgar y el arrebato contenido, que suele resolverse en alguna forma de ironía, en sarcasmo, bajo la racionalizada comprensión de lo vivido. En este poemario, con auxilio de la sapiencia que otorga la edad, Edgard Cardoza mira lo mismo que antes (su alrededor, a sí mismo) ahora con menos melindres y sobre todo con un tanteo distinto, basado en la aquiescencia.
El libro está compuesto por cuatro segmentos bien diferenciados, los cuales leo siguiendo la orientación que marcó en una de sus pinturas Paul Gauguin, una entre las más conocidas: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, en lo que viene a ser una especie de ajuste de cuentas de la existencia. Como la pintura de Gauguin, el poemario de Edgard Cardoza consuma un itinerario en el que hacen acto de presencia: el nacimiento y la muerte, la reflexión sobre el bien y el mal, la existencia humana con sus adversidades y placeres, una mirada hacia lo alto.
“Leyendas de familia” es la primera parte y allí, en efecto, se recupera el origen. Los poemas vienen a ser de este modo un cierre de ciclo para Omallem (personaje fundacional de Edgard Cardoza, de su libro El cielo en el abismo) quien se mira ahora después de las tempestades, los rápidos del río de su vivir. Vuelve la vista sobre sí y actualiza la información acerca de quién ha sido: se sabe entonces herida, herida que ha herido; resplandor de sol ahogado; hombre a la deriva, ajeno, extraviado; inclinado a la belleza, uno que llegó a buscar los caminos infernales en la mujer; excluido, ensimismado, y sin ánimo de volver al grupo primigenio. En este sentido, con la distancia propia de la edad, más la experiencia lingüística, la voz poética declara cuanto le hace falta decir sin morderse la lengua.
“Somos brizna de polvo solamente”. En este segundo segmento (lo mismo que en el siguiente), Edgar Cardoza recurre a la conocida referencia bíblica de creación del mundo, en la que los hombres sobre todo son barro animado que volverá al polvo cuando su vida termine. De igual modo alude a la afamada imagen del dragón que se muerde la cola, el ouroboros, para simbolizar el ciclo del eterno retorno, que en el caso de estos poemas apunta ya hacia el silencio originario enfilado como destino. De esta manera, la soledad deviene compañera perpetua de la vida y de la muerte, así como el dolor y el sufrimiento se ayuntan a la apetencia de protagonismo en el mundo.
“Polvo de eternidad”, sugiere Edgard Cardoza que somos, en el tercer apartado del libro. Y allí alza la mano el barro de los reyes y de los mendigos con que se hacen las vasijas, tal diría Omar Khayyam, y por fuerza viene a la memoria el “polvo enamorado” de Quevedo, de cuya suma emerge una experiencia, una oportunidad de estar en el mundo. Asimismo apela a la palabra como el golpe de dados que abolirá para siempre el azar (¿mensaje enviado a Mallarmé para mostrarle un efecto distinto de su dicho?), visible en la petrificación de lo vivo, ahora fijo en las expresiones impresas. La persona que en razón de soledad acaba siendo un objeto es sin embargo depositaria de lo humano (como quería César Vallejo que fuese la vida por donde pasó un hombre, en su poema “No vive ya nadie en la casa”) cuyas huellas solo pueden ser percibidas con el alma. En cierto sentido se avizora aquí el destino, como respuesta a la pregunta “¿Adónde voy?”: al polvo de la tierra, al polvo de eternidad, hacia el silencio y la oscuridad (“Entre dos oscuridades, un relámpago” fue la acuñación de Rubén Darío) que fueron punto de partida. ¿Qué se sigue de esto? ¿Presentimiento de la muerte, anuncio de cesación en el oficio poético? ¿Descabalgamiento de la vida? Quedémonos con los poemas, fruto de la constatación de la economía cosmogónica, y aprehendamos el destello de una consciencia.
“Murmullos en la casa desierta”: testear la pérdida en la casa del amor, vivir un duelo. Puerta de entrada al ensimismamiento como ocasión de mirar cada una de las máscaras asumidas en el tránsito de la vida (cuestión abordada con reiteración por Edgard Cardoza, en alguno de cuyos ensayos llega a decir: “En la poesía… es Dios quien usa máscaras de hombre”). Por igual, aquí se asume la culpa de no haber sabido amar y se atestigua el resultado. “los amantes que éramos, / somos sólo un baldío”. En este trayecto de nuevo (como en textos previos del autor) se cuestiona la sapiencia de Dios tanto como se contempla el vacío martillando el ámbito amoroso. Así, la oscuridad y la frialdad entraron a la casa del amor, donde es posible recordar a Teresa, la de los ojos que iluminan el mundo, cuya ausencia ha vuelto a despertar el amor del poeta por ella, quien alberga la esperanza de que la amada regresará y será para siempre (imposible no rememorar el tono de aquellas líneas de Rubén Darío: “Francisca, sé suave…”).
Al paso del fraseo de esta sección figura la frase “Mi ciudad eras tú”, que lleva de inmediato a ampliar esa definición al de la voz poética, de tal suerte que se descubre así la razón del título del poemario: tú y yo somos ciudades distantes (Ciudad del mundo, ciudad del alma se titula otro de sus poemarios). De modo consecuente, línea a línea va volviéndose patente el efecto de la ausencia de la amada en la casa compartida (ahora oscura, fría, restringida) frente a lo abierto y franco del mundo. Y del modo más natural aparecen recuerdos, la tristeza y la sensación de que la amplitud de la casa es mayor y que en su interior gritan las ausencias. No es extraño, pues, que se invoque a manera de súplica: “haz que retorne a mí lo que se ha ido”. En este ensimismamiento recordar trozos de vida, palabras hirientes, expresiones evidentes del amor ausente, de la desdicha y la necesidad del otro, se vuelven maneras de amar con el corazón roto. Constatación de lo obvio: ahora está claro que el “siempre” no era tan interminable como se prometía. El contexto para el título así se amplía.
En la última sección, “A oscuras ver el cielo” (movimiento inverso al del cielo en el abismo), continúa lo iniciado en el segmento anterior: la celebración de la mirada de Teresa sobre el mundo y todo lo que era capaz de iluminar. Por esta ruta sin embargo se llega a lo nuclear del apartado: una concepción de Dios. Entonces, de acuerdo con la experiencia en la oscuridad recién descrita, Dios es concebido negro y de humor negro, asemejándolo a las experiencias en marcha, a la oscuridad de la noche, responsabilizándolo del extravío en la bruma del pesar, del duelo y del ensimismamiento. Se iguala por esta vía el poemario con la pintura de Gauguin, al incidir en una cuestión aguzada, espinosa, que forma parte de la obra misma.
¿Qué se sigue de este hecho, entonces? Un movimiento extraño a la lógica (cuando menos a la mía) que no se dirige a la reconciliación con Teresa y que tampoco tiende a acogerse a la gracia de Dios, se echa la mirada hacia lo alto para vislumbrar la posibilidad del cielo, el cielo como destino, como mediador por donde pasa lo infernal, como la estación anhelada por los diferentes tipos de seres, en cuyo caso tiene cabida la visión del hombre como lo que está entre lo celeste y lo terrestre —el autor lo llama “alma”—. Poco más delante señala que si no existiera esa alma todo sería cielo solamente, a cuyo respecto conservo la duda sobre la posibilidad de que, si no existieran los conceptos humanos, lo que hoy existe se llamaría como lo llamamos, o qué sería. Visto con más atención, queda claro que en la oscuridad de la experiencia es una opción viable alzar los ojos y encontrar el cielo, no el único cielo, sino el cielo que se anhela, que busca, que le consuela, al socaire de la premisa de que el “el cielo es muchas cosas”. En esa elevación posible tiene un lugar también la ironía, cierta crítica mordaz a lo espiritual, alguna irreverencia y uno que otro guiño de doble sentido lúbrico; elementos que anclan a la tierra el acto de alzar la mirada, a pesar de la indagación sensible desde la consideración del río, del ladrón, del santo, de la prostituta, del volcán, de la tortuga, del ángel. [¿Acaso es este el destino, la respuesta a la pregunta “¿Adónde voy?”?] Sea cual fuere el punto de partida, sin duda es una respuesta probable.
Edgard Cardoza consigue en este poemario dar cuenta del estado del arte del ser en su relación con el poeta, a partir de ejes temáticos específicos. Como en el caso de Gauguin, el autor de este texto condensa su itinerario vital, refiere sus inquietudes, manifiesta una postura ante lo que experimenta, y a su entender plantea una posible solución. Cobra vida a través de sus poemas una conciliación serena con la tradición cristiana, algunos de cuyos mitos son re-significados de acuerdo con la actual condición del poeta. Éste acude asimismo a la visión de Nezahualcóyotl para referirse a la brevedad de la vida y su fugacidad, y propugna la idea de que al venir al mundo somos divinos y que es éste el que nos despoja de esa esencia y nos deja “contagiados de impureza”. Y tomando como divisa el dejar atrás las naderías del mundo, se refiere con inquietud a la idea de si acaso somos solamente un sueño, del que despertamos nada más con la muerte.
Desde esa perspectiva, el libro entrega lo que promete, con una realización literaria en la que prima lo etéreo en la construcción verbal, pero no deja de nombrar verdades broncas con un ritmo tranquilo, de aguas apacibles. En este poemario, se amplía el catálogo emocional, sensible, de Edgard Cardoza, que así logra imágenes de mayor congruencia y calado sin perder su habitual toma de partido por un cierto forzamiento del lenguaje para obligarle a decir: la imaginería chispeante y el nombrar enérgico.
En CIUDADES DISTANTES, el poeta Edgard Cardoza Bravo consigue arribar a la misma conclusión que en su libro de hace algunos años (1995) El cielo en el abismo: “La vida es palindrómica y debe ser leída (y vivida) a derecho y envés, entre arcángeles y demonios. Me llamo Omallem”.