Mi periplo de negocios de una semana por tierras americanas había sido fructífero, pero en tan pocos días tener que visitar tres países después de las jornadas pasadas con Svetlana me había dejado agotado y la vuelta, aunque en asientos de Primera, prometía terminar de derrengarme. Volaría del Juan Santamaría de Costa Rica al JFK de Nueva York, de allí a Heathrow y, desde Londres a mi ciudad. La agencia de viajes había procurado que las escalas fueran breves para que la duración del regreso no se me hiciera eterna con tanto enlace. Al menos no tenía que facturar. Para esos viajes siempre cargo con una maleta de cabina y un maletín para el ordenador y los documentos. Resulta difícil de imaginar lo que cabe en una maleta pequeña si se dobla la ropa con esmero. Eso, y aprovechar los hoteles para que vayan limpiando las mudas cada día. Aún así, la calidad de la maleta evitaría que esta se reventara por lo llena que iba. Incluso había encontrado hueco para meter en ella una caja de puros Don Benito que me había encargado mi amigo Fernando.
El avión despegó en hora del Juan Santamaría y en el JFK todo fue como la seda y no tuve problemas en el tránsito. Una vez el avión despegó, comí un poco, me tomé tres copas de champagne y me tumbé a dormir mientras recordaba con nostalgia el sabor de miel de los labios de Svetlana. Me dio tiempo a dormir unas cuatro horas, así que cuando aterrizamos en Londres estaba algo descansado. Afortunadamente llegamos a Heathrow en hora, ya que solo disponía de treinta y cinco minutos para el trasbordo. Salí el segundo del avión –ventajas de la clase Primera– y apreté el paso para llegar cuanto antes al embarque. En uno de los cruces observé que, parada en medio, una mujer negra, bajita, algo regordeta y con cara de pocos amigos, como un bulldog sobrealimentado, miraba con atención a todos los viajeros que pasaban a su lado. Cuando me acerqué a ella, me señaló con el índice y me dijo
—Tú. –La miré con estupor y me detuve a su lado. Con un tono inquisitorial miró mi equipaje y escupió, más que habló–: «Only one bag». Esto es, «solo una pieza de equipaje».
—Verá –contesté usando un tono algo beligerante–, vengo de Costa Rica vía Nueva York y, ni en el embarque de Costa Rica ni en el tránsito del JFK me han puesto ningún problema.
— Only one bag –repitió impertérrita y desafiante.
—Mire, tengo billete de Primera y en menos de media hora sale mi vuelo a España. No tengo tiempo para reorganizar la maleta. Además la llevo completamente llena. No puedo juntarlas en una.
—Only on bag –insistió, evidenciando una nula falta de empatía.
La verdad es que ya no sabía qué decirla o hacer. Justo en ese momento, ella miró con atención hacia una nueva víctima y alejándose un par de metros, le espetó:
—Tú.
Aproveché su distracción para ponerme a andar a toda prisa y dirigirme al embarque antes de que aquella cancerbera me hiciera perder el avión. Ya estaba a cuatro puertas de embarque de la mía cuando se me plantó delante un gigante negro –alto incluso para mi metro noventa– que, bloqueándome el paso, me dijo:
—Tú, ven conmigo.
No podía dar crédito a mi mala suerte. Parecía que todo se había puesto en mi contra para que perdiera el vuelo.
—Es que mi avión sale en quince minutos. Mire –señalé la cercana puerta de embarque–; es allí. Si no llego enseguida, lo perderé.
—No es mi problema.
—Pero… Me encantaría atenderle, pero es que no puedo. No tengo tiempo –dije con exasperación.
En ese momento vi que se unía a nosotros un armario de raza aria. Si el negro era grande, aquel rubicundo ejemplar era una auténtica mole que parecía haberse comido todos los suplementos de hormonas de un gimnasio. Me miró con la cara que pones cuando te dispones a aplastar a una cucaracha. El negro me preguntó sin el más mínimo esbozo de sonrisa:
—¿Vienes por las buenas o por las malas?
El caucásico sí esbozó una sonrisa que indicaba con claridad las ganas que tenía de que eligiera la segunda de las opciones y de hacer uso de aquellos músculos hercúleos. Miré el reloj y comprendí que las posibilidades de coger el vuelo se esfumaban como el humo de los Benigno que llevaba a mi amigo. Les seguí con cada uno de aquellos gorilas a uno de mis costados y algo acojonado, la verdad. Atravesamos varios pasillos mientras constataba mirando el reloj que el avión habría despegado sin mí. Por fin, llegamos frente a una puerta. La abrió el negro y me ordenó:
—Pase.
Ellos entraron detrás de mí y cerraron la puerta. La habitación tendría unos cinco por cuatro metros y su único mobiliario era una mesa con dos sillas.
—Control de drogas –dijo el blanco–. Déjeme su pasaporte.
—¿Drogas? –pregunté alarmado, pero le entregué el pasaporte sin rechistar.
—Carlos… Uhmmm. Ha estado en muchos países –dijo mirándome acusador–. ¿Por qué?
—Represento a una empresa que vende sus artículos a muchos países y soy el delegado para la exportación.
No pareció muy convencido.
—Ha estado en Cartagena de Indias. ¿Tiene algo que ver con Carlos Lehder?
—No sé quién es.
Internet me descubrió más tarde que era un famoso narcotraficante colombiano.
—¿Cuánto dinero lleva?
—Pues, no sé exactamente.
Cuando viajo llevo un sobre lleno de monedas y billetes de multitud de países que guardo para pequeños pagos; además de la partida más importante para los diversos pagos que tendré que ir haciendo. Procuro llevarlo en euros. Los dólares despiertan muchas más suspicacias en los controles de aduana, ya que son los que usan narcotraficantes y resto de delincuentes internacionales.
—¿Cuánto lleva? –insistió.
—No sé, unos cuatro mil euros.
—Muéstremelos.
Saqué el sobre, así como la cartera y se los entregó. Bajo la atenta mirada del otro gigante lo fue contando con calma, mientras yo me iba poniendo más y más nervioso. Por fin terminó sus labores matemáticas y con el fajo en la mano, me dijo:
—Hay cinco mil. Me ha mentido. ¿Sabe que es un delito mentir a un agente de aduanas?
—Pero… –balbuceé–. No le he mentido. Simplemente, después de tanto viaje no se me había ocurrido contar el dinero que me quedaba.
—Abra sus maletas.
Ya desmoralizado y temiendo lo que aquellas bestias pudieran hacer conmigo en aquel cuarto, las abrí sin rechistar. Mientras el moreno me miraba con cara de perro, el otro fue desmenuzando la maleta y el maletín como si allí esperase encontrar el tesoro de Pablo Escobar. Por fin pareció quedarse satisfecho y se giró hacia mí. Esperaba que, una vez desmantelado el equipaje, disfrutarían viendo cómo me las conseguía apañar para volver a convertir aquel puzle desordenado en una maleta. Pero, para mi consternación, no habían terminado conmigo.
—Quítese la ropa y déjela sobre la mesa.
Le miré entre indignado y atemorizado. Más lo segundo. Humillado, me fui quitando las prendas bajo la atenta mirada de aquellos cabrones y me quedé en calcetines y calzoncillos.
—Toda la ropa –recalcó el blanco con lentitud.
Se me debió de poner una cara entre angustiada e incrédula y ellos me devolvieron una mirada como quien observa a una mosca en la mesa. Ya desnudo, todavía quedaba algo más.
—Póngase en cuclillas.
Con los ojos gachos me quedé allí humillado como un paria mientras aquellas bestias pardas me estudiaban desde todos los ángulos. Una lagrimilla de rabia y humillación pugnaba por caer de mis ojos. Al cabo de un par de minutos, el negro me dijo con voz que me sonó con una pequeña decepción por no haber pillado una bola de cocaína en mi trasero:
—Puede vestirse y meter las cosas en la maleta.
Sin atreverme a mirarles a los ojos, me vestí en silencio y, con dificultad, volví a llenar la maleta y el maletín lo más rápido que pude, no se les fuera a ocurrir una nueva perrería que hacerme. Solo les había faltado darme una lavativa para confirmar que en mis intestinos no guardaba un cargamento de droga. Cuando cerré la cremallera del maletín les miré esperando que me dejaran salir de una vez. Entonces, el negro, esbozando una turbia sonrisa que el caucásico reflejó, me dijo con retintín:
—Only one bag.
Entonces lo comprendí todo.