La experiencia literaria viene a decirnos que, contrariamente a lo que sostenía Hegel, lo real no siempre es racional, y tal vez el deber de la literatura consista justamente en explorar esa tierra de nadie que es el alma humana, con sus impulsos y contradicciones, en un intento por ayudarnos a comprender el caos en el que está sumergida nuestra existencia. El escritor, el verdadero escritor –dice Magris–, es el que logra identificar un orden oculto en lo grotesco y en lo absurdo de la existencia. La literatura es, por lo tanto, exploración del mundo y de los abismos que atizan al propio autor, y es precisamente en esa función donde el ejercicio literario se convierte en necesidad de visionar el mundo.
El nuevo libro de Javier Cánaves (Palma, 1973) trata de dar respuesta a esa correlación existencial nacida desde la propia creación literaria y el contratiempo de la rotura del tendón de Aquiles sufrida por él en 2011 jugando al futbito. Desde esa convalecencia fortuita y su compromiso con la escritura, una serie de acontecimientos irán saliendo a la luz al mismo tiempo que la necesidad de escribir se va imponiendo. Mi Berghof particular (Baile del sol, 2019) es un ejercicio literario surgido desde la inmovilidad corporal, un libro movido no tanto por el hombre racional que escribe un diario, sino por la misteriosa intimidad del narrador que lo habita, por los fantasmas que se esconden en lo profundo de su ser, el lugar propicio para desatar su escritura.
Es posible llegar a pensar que Cánaves entienda la propia relación con la literatura y los libros, de manera excluyente, en término de cohabitación intelectual. Así lo da a entender el narrador del libro: “He convertido mi pierna impedida y todo lo que la envuelve en material literario”. Y para reforzarse en ese empeño suyo de abastecimiento, evoca las discretas palabras del filósofo austriaco André Gorz que confirman ese mismo sentir: “la primera meta del escritor no es lo que escribe. Su necesidad principal es escribir. Escribir, o sea, ausentarse del mundo y de sí mismo para, eventualmente, convertirlos en material de elaboración literaria. Solo secundariamente se plantea la cuestión del tema tratado”.
El objetivo de todo libro, tal como expone el narrador de Mi Berghof particular no es otro que poner en marcha la escritura, sin tener que acotar el asunto a tratar. Lo que le importa es mantener una continuidad, un hábito. Alude a lo que dice Levrero, con insistencia, en La novela luminosa: “Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días”. Ese yo se va revelando como otro personaje literario más, imposible de esquivar.
Llegados a este punto, el lector a medida que avanza en su lectura por las entradas del diario percibe cómo aflora una novela, que es la que se ha ido apoderando de un texto de diario autobiográfico hasta convertirse, sin freno ni límite, en otra cosa, en otra inventiva, en otro artefacto literario. Cada uno de los personajes que van apareciendo, Alberto Sancevá, Pedro Capllonch, Cecilia Polsen, Jaime Castell, Nuria Tamena o Matías Suárez, gente de distintas sensibilidades, edades y profesiones van entrando en acción e intercalándose entre las páginas del diario en marcha. Todos le acompañarán en su escritura y harán referencia a una “etapa vital de su educación sentimental”. Todos estos personajes inventados –nos confiesa el narrador– tienen algo en común con él, aunque el sanatorio de todos ellos, su Berghof particular, no se corresponda con el suyo propio.
Resulta evidente que un libro como este, escrito en un tiempo prolongado de cinco años, posee diferentes estratos y etapas. Ocurre a menudo que topamos con libros tan complejos como nosotros mismos. La lectura de Mi Berghof particular resulta precisamente más compleja que la impronta de su escritura, ya que nos ofrece más variantes y tiene un abanico más amplio de posibilidades de correspondencia. Habrá que tener en cuenta lo que decía a este respecto Borges, cuando afirmaba que la lectura es una actividad más abstracta que el acto de escribir y, por consiguiente, es más susceptible de interpretaciones.
Dice Cánaves, por boca de su narrador, que este diario-novela le ha servido y le sirve para expulsar ese impulso de iniciar otra nueva novela, aunque inevitablemente le lastrará para una historia futura. La literatura es esa especie de esfinge, de sirena, que nunca desiste en su ambición de volver a aparecer en el escritorio para seguir respondiendo a las grandes interrogantes de la existencia y del hombre.
Esta es una obra ambiciosa en la que también están presentes la pasión y el amor, el libro más arriesgado de su autor, un making of de la creación literaria, un texto que vaga por las entrañas de la escritura, por la vida y por el tiempo, mediante una estructura de cajas chinas. Javier Cánaves muestra todos los entresijos de su reinvención artística y de su vocación de escritor desde el propio laberinto creativo, un lugar no exento de melancolía y doble vida.