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ISSN 1989-4163

NUMERO 111 - MARZO 2020

 

Provinciano

Francisco Gómez

Para Angelines y Kiko
        A la Chari y Pepe

          Hace poco cursé “destierro voluntario” durante unos días a la capital del imperio marchito, allí donde el sentido de muchos conceptos se tambalea sin saber  bien hacia dónde vamos. En el mes más esencial de mi vida junto al presente tenía que viajar, salir de mi zona de relativa seguridad para demostrarme algunas cosas necesarias.

          Era un viaje interior que mi corazón me gritaba hacer (cuando siento, pienso, imagino, sueño, el corazón clama. Lanza voces a todas las esquinas de mi ser de hombre en llamas) y uno salió airoso del envite por diversos motivos que algún día explicaré largo y tendido en una narración larga que ya preparamos.

          Estuve con personas amadas que ocupan un lugar entre mis aurículas y ventrículos, en un barrio, en unas calles que me hicieron temblar por dentro. No podéis imaginar cómo... Caminé por avenidas como un desconocido más entre arterias por las que transitaban miles y miles de almas al mismo tiempo. Un completo y absoluto anónimo, un invisible entre los invisibles cuando los números de policía de los postigos parecían no tener fin, estaciones sin término entre el tráfago de la velocidad de coches luciérnaga y gentes a las que absolutamente no importaba.

          Fui hasta el Instituto Cervantes para disfrutar una exposición que tanto y tanto deseaba ver, observar, sentir, soñar y debo reconocer que mis ojos lloraron. Sí, cayeron lágrimas desde mis ventanas que trataba de ocultar entre mis manos para no caer rendido ante la vergüenza de lagrimear en público. Pero no pude, lo intenté pero no pude. Los ojos se me llenaron de sentimiento cuando leía la carta que D. Antonio Machado envió a su padre a los 17 años, las cartas sobre su estado de salud en Soria a su madre, las cartas de Leonor a su suegra, los poemas a Guiomar, los textos teatrales de Manuel y Antonio. La letra de puño y letra de mi enorme poeta amado. Escribo estas palabras y aún tengo ganas de llorar. ¡Qué tontería de hombre que no va a ningún sitio...!

          Mis pasos me llevaron a un lugar donde mi cabeza trabajó durante cinco años y nadie recordaba mi estancia por aquel espacio, que sentía extrañamente cercano donde obtuve un título que hoy cuelga de la pared y suena como a lejano, remoto, extraño, como todo aquel tiempo que parece hoy nacer del sueño del ayer cuando soñaba importancias que no cuajaron, que no llevaron a aparente sitio alguno y dediqué como una canción de amor de profundis a la mujer más importante de mi vida, la que más me ha amado, la que más me amará hasta que todos nos encontremos.

          Observaba la velocidad, las prisas, las colas, los edificios imponentes, las gentes que corrían no sé dónde, las luces fantasmales de la mañana, las ensoñaciones de los cielos infinitos con título de azul y rosa, las encrucijadas de los cruces de caminos subterráneos para dirimir el rumbo de nuestros días y las dudas de nuestros sueños que hoy nos han condenado al río de la mediocridad. Llegué a una conclusión peregrina: que me perdonen las ciudades millonarias según las últimas estadísticas de wikipedia pero prefiero ser un hombre provinciano. Vivir en una city pequeña que  no supere el millón de paisanos. Un territorio que mi corazón aún puede abarcar aunque sé bien que soy tan anónimo como en la gran metrópoli y los destinos de mis días importan bien poco a pocos.

          Recordé a mi admirado, a uno de mis maestros literarios, D. Miguel Delibes de quien he leído casi todas sus novelas, cuando fui a buscar sus sendas una vez que el escritor vallisoletano había cruzado las fronteras del azul incógnito y me vino a la mente aquel momento, al principio de la naciente democracia en la llamada Transición cuando le ofrecieron dirigir el diario El País y dejar la dirección de El Norte de Castilla en su Pisuerga y el Campo Grande. Él, con uno de sus gestos serenos, adustos y meditados rehusó la propuesta para seguir creando, escribiendo desde su mundo, desde su Valladolid, desde su Castilla, con sus gentes buenas, sencillas y anónimas. Tardé en dar con su casa, donde había vivido buena parte de su vida, pero sus convecinos me indicaron: “Aquí vivía D. Miguel pero era uno más. No se hacía notar”. Ni una placa, una inscripción, nada indicaba que allí había transitado la mayor parte de su vida un hombre, un escritor por quien no dejo de sentir vivo afecto y profunda veneración.

          Pensé mientras navegaba por los vagones raudos de la tierra, por las calles y glorietas atestadas de humanidad y ruido, que prefería ser un provinciano, un paisano con boina interior que quiere escribir desde Elche para el mundo y contar y cantar las cuitas que a todos nos afectan, asolan y hacen vibrar y ya tener la incierta duda en el alma que estas letras importen a casi nadie pero decidido a seguir camino aún en las tardes solitarias y las noches atestadas de preguntas. Mi city, espejo de todas las cities de nuestro mundo, donde vive, ama, cree y descree, construye y destruye el hombre contemporáneo que ya no pisa suelo seguro allá donde vaya porque las grandes palabras, las seguridades se han escurrido por el desagüe de los días huidizos y las incertezas de las estructuras líquidas que ya no maneja, controla y muchas veces es incapaz de comprender.

          Me quedo con esta city mediana que tiene un barrio que es como muchas capitales de provincia de este país todavía llamado España. Me quedo con sus cosas pequeñamente grandes, me quedo con sus lugares y aún espero y deseo que alguien me espere un día en algún sitio y no esté todo o casi definitivamente perdido.

 

 


 

 

Provinciano 

 

 

 
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