Con Galdós ocurre lo mismo que con la ley del divorcio o el transplante de corazón, que quienes lo reivindican ahora a voces, a un siglo de distancia de su muerte, son más o menos los mismos que lo insultaban y lo ninguneaban cuando estaba vivo. Durante décadas, los sectores más tradicionalistas y reaccionarios se opusieron a la entrada del mayor novelista español en la Real Academia de la Lengua. Y en 1912, cuando contaba casi 70 años de edad y era la gloria viviente de nuestras letras, los mismos meapilas conservadores conspiraron para impedir que se alzara con el Premio Nobel, a pesar de contar con el apoyo de personalidades como Jacinto Benavente, Pérez de Ayala, Ramón y Cajal o José Echegaray, quien consiguió el Premio Nobel de Literatura en 1904 a pesar de que el grueso de su obra está dedicada a las matemáticas.
En su discurso de ingreso a la Real Academia, en febrero de 1897, Galdós hablaba de los obstáculos que se oponen al progreso social, "las ingentes rocas", "las tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso", y casi un siglo después, con varios golpes de estado, una guerra civil, una dictadura inmunda y una monarquía parlamentaria por en medio, nos encontramos prácticamente atrapados en las mismas zarzas. Por eso leer a Galdós es, además de un placer inmenso, una urgencia sociológica, porque la radiografía artística que sacó a la sociedad española sigue empantanada en los prejuicios de clase, la charla insustancial, la brutalidad de los toros y la beatería religiosa.
Basta la polémica que se ha levantado en torno a su centenario para constatar no sólo la modernidad de Galdós sino la puntual renovación de ese fervor cainita que impulsó a centenares de cavernarios de la época a inundar Estocolmo de telegramas y postales donde lo acusaban de sectario, revolucionario y comecuras. Más allá de pedradas ideológicas, a Galdós siempre se le ha reprochado ciertas debilidades y vulgaridades del estilo, el apremio de una escritura en la que, al igual que su amado Cervantes, importaban menos las florituras de la prosa que las pasiones y profundidades del relato.
Hasta hoy día ha llegado el insulto que le dedicó Valle-Inclán en Luces de Bohemia, "Don Benito el Garbancero", olvidando que en realidad se trata de la opinión de uno de los personajes de la obra, y que en otra de las escenas de la obra don Latino dice, en referencia al gran poeta modernista Rubén Darío: "Allí está como un cerdo triste". De un modo similar, Cortázar tuvo que explicar varias veces que aquel magnífico pasaje de Rayuela en que va intercalando renglones de un fragmento de Lo prohibido junto con los pensamientos despectivos que le merecen a quien los va leyendo no obedecían tanto a una opinión personal como al bagaje típico del intelectual latinoamericano de la época.
Los libros de Galdós siguen vivos por la misma razón que la angustia de un cincuentón recién desempleado repite punto por punto el viacrucis de Ramón Villaamil, cesante del ministerio de Hacienda, el protagonista de Miau, una novela que guarda resonancias de Gogol, de Melville y de Hawthorne y en la que se oyen ya los pasos de Kafka. Ninguna otra novela española de la época (salvo La Regenta, de Clarín, de quien Galdós no tuvo el reparo de hacer un elogio maravilloso: "Su recuerdo no me deja vivir") atesora retratos femeninos tan perfectos como los que habitan Misericordia, Doña Perfecta o Fortunata y Jacinta. Buñuel recordaba que, después de filmar su última adaptación de Galdós, Tristana, Hitchcock le dijo que no podía quitarse de la cabeza la imagen de esa pobre joven lastrada con su pierna ortopédica, símbolo inolvidable de la mutilación espiritual de tantas mujeres de entonces. "Ah, esa pierna, esa pierna" murmuraba Hitchcock. "Está todo en Galdós, maestro", le respondió Buñuel. Sí, sólo hay que leerlo.