Estoy por ponerme el biquini que me compré el verano pasado en las quintas rebajas y no estrené porque ya llovía y no era propio de cuerpo serrano bañarse con tiritera. De hecho, no hacía falta ni que llegase marzo. Saliendo de las fiestas navideñas, tal que bajas del coche y subes kilos, girando en el segundo fin de semana de enero, ya me podía yo haber tumbado en la primera playa que encontrase. Pero bueno, tampoco va de mes y medio o dos.
La cosa es adalentarse con deleite a lo que toca, y cada vez antes y más insultantemente esplendente. Cuanto más fachosa y grotesca, más te miran, que para eso estás. Si al final, en la vida, lo que te vas a llevar a la tumba son las peculiaridades. Las que llevas, las que ves y las que pasan. Las chuminadas diarias de alto copete, por dar una definición guasona a la cosa. De antes de ayer a hoy ya te puedo contar un chorro de distintivas hazañas que se han llevado a cabo en un radio de quilómetro y medio a la redonda de donde yo me encuentro, empezando por el bar de enfrente, donde cada tres días se canta Cumpleaños feliz a todo aquel que come o cena en la terraza. No me lo invento, ese bar ostenta el récord de aniversarios per cápita del continente europeo. Parchís podría no haber existido y ese bar habría cubierto el cupo con creces de aniversarios con sólo un “tú come, yo te canto”.
Pues tengo más. Esta mañana he visto a un señor bajando una garrafa de agua de 6 litros del tercer al primer piso con una cuerda, por la ventana, en un edificio la mar de pimpollo, donde incluso podría establecer su residencia la realeza en horas bajas, que decir eso y ver lo que hay en palacete es más o menos lo mismo. Y ahí estaba el señor cenutrio de marca mayor, asomado y dándole a la cuerda a la que había atado la garrafa. Yo no podía dejar de mirar, pero el tipo ni me ha visto, porque si se desconcentra, la lía. Y luego, en el primero, había una señora también asomada a la ventana y ansiosa de que el agua bajase a sus manos en la correcta posición y minutaje establecido. Tonto él, tonta ella.
También he tenido hace unas horas un ratillo de palabrería excesiva, o lo que viene a ser verborrea, con el dependiente de una boutique de ropa para caballero, que debo haberle caído en gracia y me ha contado lo siguiente:
Tiene un cliente de Pijolandia que necesita exactamente 28 minutos y 16 segundos para probarse un par de pantalones cada vez que entra en la boutique. El tipo coloca el cronómetro encima de una silla, entra en el probador, se enfunda un pantalón y sale a mirarse reiteradas veces en el espejo con una cartera metida en cada uno de los bolsillos traseros del culo. Lo hace, dice, para comprobar el efecto del pantalón en su pandero (le doy otro nombre para no repetir, no porque me dé apuro decir culo, ya ves tú), engrosado con ambas carteras que le confieren unas posaderas respingonas, que es lo que al señor de marras le gusta tener. Como no debe andar muy bien de pasta ni ganas (yo creo que menos ganas que pasta) de ir al gimnasio, se mete una cartera en cada bolsillo y presume de glúteos de ficción musculados. Un culo fraudulento, propiamente dicho, ¿qué te parece? Bien, pues el señor repite con exactitud la misma operación en el segundo asalto de pantalón, y acaba la sesión de prueba cuando el cronómetro marca siempre que han pasado 28 minutos y 16 segundos desde su entrada en el probador. Asombroso. Yo hacía una serie de esto y le sacaba lo menos 7 capítulos. Total, ahora tienes que ver series por narices y orejas. Ya no vale la película tal o cual, a menos que se trate de Alfonso Cuarón y Roma, que entre la 8ª maravilla del mundo y el aburrimiento pasmoso, ahí dejo el perfil 1 y 2 de espectadores existentes. Ahora, en estos momentos, en este espléndido 2019, lo que viene siendo persona ultimate generation mainstream en la era del smartphone 5G del Mobile World Congress es, sin lugar a dudas, la que ve los 5 millones de capítulos de los 5 millones de series en Netflix. Si no eres de es@s, algo estás haciendo mal, amig@.
Yo hago muchas cosas mal, te lo digo de antemano. Entre ellas, perder guantes. Menos mal que este invierno no ha sido muy frío, y menos mal que tengo más pares de guantes que de calcetines, porque siempre pierdo un guante en cualquier lado. Eso es lo bueno, que sólo pierdo uno, de manera que tengo los cajones de la cómoda repletos de guantes distintos que puedo ir combinando en cada mano según me levante por las mañanas. Pero ahora ya no, ahora lo que quiero no son guantes, sino ponerme el biquini que el año pasado no estrené, y en eso estoy. En eso, y en seguir mirando peculiaridades.
¿¿¿Pues no he leído que han puesto en China cámaras en los semáforos y si eres un peatón imprudente y pasas cuando no te toca tu cara se proyecta al momento en una pantalla gigante??? El gobierno chino no tiene problema ninguno en poner tus granos, tu frente y tu napia en plena avenida pekinesa. Además de la multa pertinente, claro. Serán cabrones... Y eso sin contar que no se lo hayan dicho a Kim Jong-Un, porque si se entera, en Corea del Norte ni se te ocurra cruzar la calle con el semáforo en rojo, no te vaya a entrar un cohete en la boca.
Oye, que me voy, que ya he escrito bastante. De hecho, ahora estoy dudando de si estrenar el biquini en el mes de marzo, aunque peculiar es un rato largo.