Una de las principales diferencias entre los votantes de izquierdas y los de derechas es comprobar qué difícil es convencer a los primeros y qué fácil contentar a los últimos. Este fin de semana, Bertín Osborne aseguraba que a él le vale cualquier partido que defienda la unidad de España, los toros y la paella. Como programa político no se puede resumir más ni se puede pedir menos: unidad de España, toros y paella, más o menos por ese orden. No haría falta invertir en Sanidad, ni en Educación, ni mucho menos en Cultura, puesto que la bandera española sanaría cualquier mal, las plazas de toros reemplazarían a colegios y universidades, mientras que la Embajada de la Paella -una entidad dependiente del ministerio de Asuntos Exteriores- sería la encargada de representarnos por el mundo en lugar del Instituto Cervantes.
Puede parecer un pensamiento esporádico o aislado pero qué va: el domingo por la mañana lo escuché de nuevo en el quiosco de periódicos que sobrevive frente a la Cuesta de Moyano. Estaba curioseando entre videos de Kurosawa, tebeos y libros de filosofía cuando de pronto oí que un tipo le decía al quiosquero: “Yo voy a votar a cualquiera que defienda la unidad de España, lo demás me da igual. Estoy hasta los cojones de ver el parlamento lleno de catalanes y de vascos”. Me fui sin volverme, no fuese a descubrir que Bertín Osborne había simplificado todavía más su programa político.
En cambio, frente a esa amplia y patriótica generosidad, el votante de izquierdas padece por lo general una alarmante estrechez de miras. Mira con lupa los presupuestos de su partido para comprobar que no se les haya escapado ni una. Exige a sus líderes una conducta heroica e intachable, poco menos que inmaculada, libre de contradicciones y chorradas. Revisa la trayectoria de la formación, cuidando de que no se hayan desviado de la doctrina ni un milímetro. En definitiva, observa al candidato con una atención y una desconfianza dignas de un traficante de caballos, como si en lugar de un presidente fuese a elegir una esposa que, de paso, tuviera que administrar sus propiedades, cultivar sus viñedos y cuidarle la granja.
Al votante de derechas le da igual que sus representantes le roben a manos llenas mientras tenga un balcón con banderita, una tarde de toros y una paella a tiro, por simbólica que sea. Ahí están para demostrarlo Matas, Rato, Zaplana, Granados, González, Bárcenas, prácticamente el ejecutivo de Aznar al completo entre rejas e imputados, más los cientos y cientos de casos de corrupción repartidos a lo largo y lo ancho del territorio nacional. No mucho más le importan -si acaso menos- los desastrosos intentos por privatizar los bienes públicos, especialmente hospitales. Al final, sucederá lo de siempre, o peor aun, lo de Andalucía, donde el flamante consejero de Economía de la Junta ha recomendado a los parados que se muden a la Costa del Sol. Porque una buena paella, aunque sea con chorizos, y una bandera de España, puestas juntas en la balanza de las urnas, pesan más que todas las promesas de regeneración y las fantasías de progreso.