Afirma una vieja sentencia popular que lo que se va a ser se va siendo, lo cual equivale a expresar con sencillez admirable algo que los genetistas y Aristóteles no ignoran: que la semilla ya contiene en potencia al árbol. Por ese motivo, viajar por las páginas de El Robinson urbano supone acceder a un territorio en el que ya podemos ir intuyendo algunos de los rasgos estilísticos que con el paso de los años se irían aquilatando y formarían la actual prosa de Antonio Muñoz Molina. Como es lógico, estos mecanismos aún no se encuentran del todo en su plenitud (estamos ante los textos periodísticos que el escritor de Úbeda escribió y publicó entre los veintiséis y los veintisiete años en la prensa granadina), y en ocasiones se aprecia en ellos alguna zona gris, un cambio de rasante demasiado brusco o un enfoque narrativo mejorable. Pero también están las metáforas espléndidas, los usos anonadantes de los adjetivos, el ritmo sintáctico. Percutiendo por todos los rincones de este libro nos encontramos a Robinson, y a Apolodoro, y a María Alaminos, y los libros, y el alcohol, y las noches que empapan la Alhambra, y el rumor de los paseos al amanecer, y el intrincado laberinto del Albayzín. Está el deambular sin rumbo por una ciudad pequeña, ambigua, que te envuelve “en un amor plural, una pasión de espejos y poligamias visuales”; está la pereza sublime que asalta al protagonista a las once de la mañana, “que es la mejor hora del día para no hacer nada”; están los seres que sufren “el asedio inhóspito de la realidad” y que practican “el minoritario placer de no ir a ninguna parte”; están los tristes borrachos que “acumulan trienios de taberna” y aquellos que con singular clarividencia “están arrepentidos de su porvenir”; y, sobre todo, están las criaturas erráticas que desgastan las calles y que “llevan escrita en la frente una señal de ceniza, y su sola presencia desgarra las normas de la realidad y de la luz del día, abriendo en las calles fosos de locura y túneles de soledad”… El Robinson urbano constituye una de esas primeras obras que ya contienen insinuado el perfume de la plenitud, y eso las convierte en documentos de bella factura.