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ISSN 1989-4163

NUMERO 91 - MARZO 2018

Babel

Juan Planas

El domingo saqué desde casa varias fotografías de la multitud ocupando en procesión la calle Olmos de abajo a arriba y de arriba a abajo. Durante ese lapso indeterminado de tiempo la calle dejó realmente de existir y el continente y el contenido, el territorio y las gentes que lo habitan, que lo admiran o detestan, que lo patean, que lo sufren o disfrutan cada día y que lo saben suyo, en definitiva, desde siempre, se convirtieron, por así decirlo, en la misma cosa, en el mismo ser vivo que serpenteaba camino de la Rambla sabiendo que todo lo que iba quedando atrás (y todo lo que faltaba y falta, aún, por transitar) tenía que ver con la libertad lingüística, es decir, con la libertad individual de la gente por sobre el corsé asfixiante de algunas ideologías, la liturgia manipuladora de los nacionalismos, ese monstruoso “tener que hablar” de una determinada manera y no de otra, ya sea por el artificio de la ley, por la gravedad malabar de las señas de identidad o por el espejismo masturbador de la historia.

 Fue entonces, mientras iba sacando fotos, cuando me pregunté por qué diablos no me ponía las pilas y me bajaba a la calle y me unía a la multitud; y me dije que no, que lo que sucedía allá abajo era muy importante tras tantos años de sumisión cultural (o de normalización lingüística) y alguien tenía que ser testigo del evento, testigo directo y más o menos objetivo de las cosas para que las cosas, en fin, no dejaran de existir, para que las cosas siguieran ocurriendo, no como algo interior u oculto que hay que justificar, sino como un espectáculo público que observamos con admiración o alegría, quizá con envidia, quizá con la melancolía propia de quién ya no cree en apenas nada y, aun así, se esfuerza en distinguir el grano de la paja, el alma del humo, la voz impostada y de falsete o rondón de la voz otra, la voz de nuestro pensamiento, la que nos confiere autonomía individual y nos distingue de los otros. O lo intenta.

 A estas alturas, supongo que está claro que no hablo, en absoluto, del catalán o el español, como tampoco del inglés o el chino. Hablo de otra cosa, como siempre. Hablo de que me importa un bledo, por ejemplo, la patria del lenguaje (la patria del lenguaje que sea) cuando esa patria sólo es la herramienta con la que intentamos descifrar el mundo; y el mundo se nos escapa y las palabras nos hacen agua y las usamos todas, las usamos en catalán e inglés, en chino y en el español que intentamos pulir día a día sin más hallazgo que la impotencia y la ineficacia final de las lenguas, de todas la lenguas, para desvelar por completo la realidad. Será, tal vez, que añoro Babel y aquella terrible confusión en la que los hombres hablaron simultáneamente en todas las lenguas mientras el mundo se les venía abajo. Igual que ahora, como siempre.


Babel

 

 

 

 

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