Podría decirse que la mejor poesía es el lenguaje de los sueños,
libre de las necesidades lógicas de la narrativa, con sus personajes,
convenciones y argumentos. En una poesía que a lo largo del tiempo
se ha liberado también de servidumbres técnicas y esclavitudes
métricas, nuestros deseos y temores, nuestras pulsiones y visiones
más oscuras encuentran su más perfecta traducción, habitando el
espacio entre mundos de la noche, en el bosque del inconsciente,
individual y colectivo, junto a los ángeles y demonios que lo pueblan. Y de ese mundo cenagoso, de la viscosidad onírica que no puede
ni debe nombrarse pero que rezuma en todos nosotros desde los
pozos arcanos de nuestro pasado como especie, reviviendo cada
noche el amanecer de un tiempo anterior y ajeno al ser humano,
es de donde proceden también las visiones alucinadas y terribles
de este nuevo Vicente Muñoz Álvarez que ha subido “Del fondo” para traernos con él secretos terribles y hermosos, arrastrándonos
a un viaje de pesadilla en pos de una iluminación que nunca llega,
porque no puede llegar nunca.
Como un Lautréamont o un Rimbaud que hubieran leído el
Necronomicón, pasando su infancia encadenados en una oscura
y húmeda sala de cine abandonada, donde se proyectaran en bucle
continuo las primeras películas de Cronenberg, Lynch y Clive Barker,
Vicente Muñoz Álvarez desgrana con verbo hipnótico y viscoso una
Odisea post-humana engañosa y trágica, por la que se arrastran
penosamente los restos de una humanidad doliente, engañada por
falsos profetas y mesías dementes, atrapada en un universo-túnel
del que no solo es imposible escapar, sino que la deglute, fagocita
y vomita, como si de una entidad monstruosamente consciente y
viva se tratara, sin finalidad ni razón alguna. Las páginas que nos
ofrenda “Del fondo” son el obsceno negativo de Bunyan o de un
Dante: mientras aquellos ascienden del mundo terrenal o incluso
del infierno mismo al reino celestial, Vicente desciende a unos
perversos abismos de pasión cuya mera invocación es capaz de
hacernos enloquecer. Abismos borboteantes de una vida blasfema,
de una carne enferma, necrótica y licuefacta, que sin embargo se
convierten en perfecto huésped simbionte de los desdichados seres
que se ven condenados a deambular por ellos, quizá eternamente.
El túnel del horror que describe “Del fondo” no es el túnel de la
bruja de un parque de atracciones con sus trampantojos ingenuos,
charadas sangrientas y sustos de salón. Es un pasadizo involutivo
y mutante que conduce interminable, como una pegajosa cinta de
Moebius secretada por el putrefacto ano del universo, a los misterios
más oscuros de la creación, a lo que se esconde tras la fachada
temblorosa y llena de grietas de eso que llamamos ingenuamente
realidad. Con Vicente y su doliente pueblo elegido, viajan también
monstruosidades orgánicas vivas o no-muertas, criaturas de
pesadilla surgidas de la coyunda bestial entre El Bosco y Lovecraft,
Brueghel y Giger, Goya y Charles Burns, gloriosamente retratadas
por las no menos visionarias y alucinadas ilustraciones de Andrés
Casciani. Monstruosidades que son legión al tiempo y a la vez que
Una sola, grande, eterna y abyecta. Animálculos mutantes que se
funden y confunden con nosotros, que nacen, se reproducen y
no mueren dentro de nuestros cuerpos de mercurio, que gritan,
ríen y lloran en nuestras mentes prisioneras y nos miran todas las
mañanas al despertar desde el espejo.
“Del fondo” surgen las visiones más aterradoras, pero también más
fascinantes. Surgen las preguntas más angustiosas, pero también
las respuestas más necesarias. “Del fondo” nos ha traído Vicente
Muñoz Álvarez, siguiendo los pasos perdidos de Poe y escalando
en sentido inverso el Monte Análogo de Daumal y las montañas
dementes de Lovecraft, esta épica infernal de la nueva y vieja
carne, esta crónica bíblica de un éxodo post-humano en pos de
una revelación que quizá sea, simple y rugosamente, que no hay
luz al final del túnel, sino solo y por siempre oscuridad. Oscuridad.
Oscuridad.