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ISSN 1989-4163

NUMERO 91 - MARZO 2018

El Color Sepia

Inés Matute

Observo que entre los 45 y los 50 muchos escritores hacen balance de lo perdido, y que son atacados por un insecto nostálgico que les obliga a poner negro sobre blanco un listado de recuerdos que parecen extraídos del “Yo también fui a EGB”, un libro, por cierto, que se vendió como rosquillas y que nunca pasó de guiño simpático. Sin embargo, en ocasiones una tropieza con un artículo brillante, escrito con más sinceridad y cariño que pericia, y cae en la trampa de empezar a ejecutar una rara contabilidad donde el debe y el haber se confunden, porque es complejo saber qué ganamos cuando se supone que progresamos y qué perdemos cuando ni siquiera sabemos ponerle nombre a ese hueco que quedó en la memoria y que busca el apoyo testimonial de una fotografía. Con el listado de las pérdidas y ganancias en mano y unos viejos patines arrumbados en la coladuría, se me hace inevitable hacer una comparativa entre la manera en que vivimos hoy y antaño, a pesar de que ciertos recuerdos me pueden identificar como dinosaurio y espantar a potenciales ligues.

Empezaré por lo más chocante: Pasé varios cursos interna en el colegio Madre Alberta en el que me formé de los 4 a los 18 años. Sólo éramos 4 niñas -dos de ellas unas hermanas inglesas que cambiaron los salmos por las drogas-, pero recuerdo con horror cómo por las mañanas, antes de rezar el rosario, nos obligaban a darnos una ducha envueltas en una túnica de estameña, porque según las monjas tocarse el cuerpo directamente era pecaminoso. Huelga comentar qué relación mantienen hoy nuestros hijos con sus cuerpos y el de sus novi@s y otros allegados. Ni tanto ni tan calvo, pienso.

La arroba que acabo de colocar me lleva a Internet, grandísimo invento que facilita y a la vez lo complica todo, y de ahí paso a Facebook: el antiguo muro donde colgábamos los mensajes era una tapia que daba a un descampado, y sobre ella garabateábamos amores y odios con tiza, los más modestos, o con spray de color si había presupuesto y el contenido del mensaje lo merecía. Naturalmente, los mensajes rápidos que intercambiábamos no iban a lomos del wassap, sino de un avión de papel que no pasaba de cuartilla doblada al bies. Hacíamos excursiones de ocho horas de bus a cuevas históricas (las de Santimamiñe y Altamira, en mi caso) y a nacimientos de ríos en los que nos zampábamos un bocata de pollo frío, o dos pastelitos Pantera Rosa si tu madre era una vaga. Hoy, en ocho horas y avión mediante,  hemos ido y vuelto a cualquier país de Europa y hemos enviado las 50 fotos de rigor a todos nuestros contactos…  comiendo, eso sí, porque la comida (¿qué fue del hambre?) que nos zampamos es lo primero que inmortalizamos. Ahora compartir ya no es partir el bocata en dos ni repartir la napolitana, sino “pasar la foto” hasta que nuestros contactos nos aborrecen. Por más abundar, telefoneábamos a un lugar, no a una persona, y si la persona no estaba en el lugar en el que nuestra imaginación la ubicaba, nos jorobábamos, dejábamos un recado y a otra cosa, mariposa.

En esta línea de pensamiento, afirmo que siempre pedíamos amistad en persona, y que si alguien te gustaba, te armabas de valor y se lo decías a la cara. Con suerte, luego caía beso. Y con mucha, mucha suerte, magreo en la última fila del cine, que era la de los obsesos y los novios condenados a las eternas manitas. Como recordaba el otro día una amiga, al matón le perdías de vista a la carrera y tras doblar una esquina, no como ahora, que te persigue con el móvil hasta que ya no puedes más y le denuncias. El odio no era hate, y tú no eras un hater, porque las riñas con puñetazos eran habituales y los anglicismos quedaban para los muy  cultos. Para los demás se nos reservaba un “my taylor is rich” de las aventuras de Sandy y Sue (Look, listen and learn!) y un cursillo en Assimil Junior. Los únicos virus conocidos eran los que te llevaban de cabeza a la cama o al retrete, dado que las cosas se llamaban por su nombre y los ordenadores aún no se habían inventado. Si a mi tío del pueblo le hubiera hablado de “la nube”, al instante habría alzado la cara al cielo y me habría respondido “tú estás tonta, chavala”. Casi duele recordar que cuando algo te gustaba te matabas por conseguirlo o robabas un billetito del monedero de tu madre. Ahora basta darle al click o enviar un dibujín con un dedo en alto. Y como apunte final, decir que éramos como éramos, con bigotillo, granos, los zapatones Gorila y el pecho plano (que se podía disimular con la carpeta, esa que siempre iba forrada con fotos de Leiff Garrett), porque no teníamos Photoshop que nos mejorara ni dinero para comprar crema más sofisticada que un Clearasil que en ocasiones incluso compartíamos. Alguna se quedaba embarazada, en eso los tiempos no nos han cambiado, pero las más nos quedábamos en lo de pasar la cerilla encendida o en aquel juego de “verdad o atrevimiento” que venía a ser el e-darling de la época.

¿Lo digo? Sí, lo diré: ¡qué tiempos aquellos!


El color sepia

 

 

 

 

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