Decía Pascual Duarte que hay personas a quienes el Destino ha ordenado marchar por senderos suaves y otras que, por desgracia, son impulsadas hacia trochas abruptas, acribilladas por el sol o maltratadas por la gelidez del aire. Albert Rosell pertenece a quienes nutren el segundo bloque. Fue un joven y prometedor pianista que, animado por el deseo de vivir de y para la música, encaminó sus pasos hacia París en los meses previos a la guerra española de 1936. Allí se encontró con un hervidero de ideas políticas y artísticas que estaban llamadas a revolucionar el panorama europeo, y en el cual se sumergió con tanta curiosidad como desconcierto. Para su desgracia, antes de poder afianzarse en ese mundo tuvo lugar la sublevación castrense en España; y Rosell decidió que la postura ética más razonable consistía en volver y ponerse del lado de la legalidad republicana. Tras eso llegaron la derrota, la cárcel (seis años), la entereza hidalga de quien pasa hambre y sigue pensando en su piano; y, por fin, una vejez zarandeada por la ignominia, en la que trabaja amenizando espectáculos de travestismo en una sala barcelonesa, durante los primeros años de la democracia. Ahora se encuentra en el poder la generación que tiene entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, “los que supieron dejar de ser franquistas a tiempo y los que supieron ser antifranquistas en su justa medida o a su justo tiempo” (p.162). Y los viejos supervivientes de aquellas luchas oxidadas observan su entorno y notan el acíbar lento de la impotencia. Ventura e Irene, en la página 207, verbalizan en un breve diálogo esa situación: “—¿Era esto lo que esperábamos? / —No. Pero no está tan mal. / —Una mierda”. Asistimos, por tanto, a una narración melancólica, reflexiva y amarga, en la cual quedan registrados los pliegues del fracaso, la languidez de las derrotas y los estragos vitales y espirituales de aquella generación malherida por la ignominia. Manuel Vázquez Montalbán, brillante siempre en sus formulaciones novelísticas, construye en El pianista una pieza narrativa magistral en la que el orden de las secuencias adquiere una significación poderosa: los hechos están contados al revés. Primero vemos al pianista, anciano y desmadejado sobre las teclas, entre el humo de la sala Capablanca (antes conocida como Casbah), interpretando a Mompou entre la indiferencia del público; luego lo vemos, jovencísimo, en el París de los años 30, realizando los planes luminosos que ya sabemos que jamás se cumplirán; y, por fin, viajamos con él en un vehículo para cruzar la frontera y sumarse a las fuerzas leales a la República, que lograrán derrotar —ay— al fascismo... Conocer el final de un chiste emborrona buena parte de su comicidad, pero disponer de los detalles postreros de un fracaso lo transforma, retrospectivamente, en una llorosa tragedia, a la que asistimos paralizados y tristes. Excelente Manuel Vázquez Montalbán y oportuna recuperación editorial del sello Cátedra, que a través de José Colmeiro nos permite volver a disfrutar y sufrir con esta novela.