Pues no queda más remedio que proceder con el duelo.
Barry Lyndon - William Thackeray
Unos años después, cuando ya el tiempo parecía haber actuado como un bálsamo sobre la memoria de la guerra, volví a verlo. Se hacía llamar Étienne y trabajaba como portero en el Etoile Bleue, un pequeño y discreto hotel de la orilla izquierda del Sena, no muy lejos de la Estación de Orsay, a donde yo había acudido para entrevistarme con un aristócrata ruso, huido de la revolución. Parecía cambiado, pero le habría reconocido de todas formas. El ambiente cosmopolita y mundano de aquel París de entreguerras transitado por aventureros, espías, conspiradores y mujeres fatales no había conseguido depurar sus maneras teutónicas ni su marcado y áspero acento prusiano que dejaba las erres vibrando en el aire. Su condición de asistente del comandante Octavian von Schwarzenberg en el frente oriental hacía suponer que debía ser conocedor de los hechos, así que no me anduve con rodeos.
Lo que viene a continuación es una trascripción, casi literal, de lo que me contó el antiguo alférez Franz Müller cuando aquella noche, tras concluir su turno, subió a mi habitación. Imagino que, una docena de ostras que había conseguido a través del conde ruso y una botella de champagne que había puesto a enfriar en el lavabo lleno agua y trozos de hielo, contribuyeron a que se le soltase la lengua.
En el verano de 1915 – comenzó a contar mi invitado - con el fracaso de las grandes ofensivas y el frente occidental estancado, el ejército alemán necesitaba héroes para promocionar en la prensa y en los partes de guerra. Historias de hazañas que contrarrestasen las ideas derrotistas y que devolvieran la moral a la tropa. El comandante von Schwarzenberg recibió una orden que venía directamente del Estado Mayor. Debía remitir cada semana una relación de nombres merecedores de ser condecorados con una Cruz de Hierro de segunda clase. Aquella tarde regresaron al campamento dos sobrevivientes de una patrulla que había interceptado un pelotón ruso. Uno era un campesino bávaro, el otro un joven voluntario renano. Tras la escaramuza habían conseguido hacer prisionero al suboficial que lo comandaba. Interrogados por el capitán, ambos sobrevivientes se atribuyeron la hazaña de haber dado caza al prisionero. Sus respectivas declaraciones eran confusas e incurrían en contradicciones. El capitán informó de esta circunstancia al comandante de la guarnición y éste ordenó que se presentaran de inmediato en su despacho.
El comandante Octavian von Schwarzenberg había nacido en el seno de una aristocrática familia prusiana. Su rígida fisonomía era extraordinaria. El honor parecía haberse entronizado en aquel cuerpo, viejo pero todavía hercúleo. Intransigente ante cualquier ruptura de la etiqueta; contaban que, siendo aún cadete, se había batido en un duelo con un compañero por una cuestión tan trivial que ni se recordaba. La tradición marcial en su familia se remontaba varias generaciones. Su abuelo había mantenido a raya al ejército de Napoleón en un puente, obligándolo a dar un rodeo. Por ello, el káiser le había otorgado el título de barón, que él había heredado como primogénito. Él mismo había sido un héroe reconocido en la guerra franco-prusiana, como teniente de coraceros. Quiso la fatalidad que su caballo le tirase al suelo durante la batalla de Sedán y del golpe se partiera el fémur. Como consecuencia de aquello le había quedado una ligera cojera y una notable mala leche. Más de una brecha en la cabeza, abierta por el pomo de plata de su bastón, podría haber dado fe de ello.
El comandante les instó a que dijeran la verdad. Ambos soldados mantuvieron su versión de los hechos, divergente de la del otro. El comandante no perdió la compostura. Les advirtió que, si pensaban que iba a proponer dos cruces de hierro, estaban muy equivocados. Quería una sola historia, le daba igual que fuera verdad o mentira pero quería una sola versión y un solo héroe. Les citó para el día siguiente tras la formación de revista y para entonces, advirtió, “quiero que se hayan puesto de acuerdo sobre este asunto. Yo no puedo perder el tiempo con semejantes sandeces”. Pero ninguno de los dos soldados estaba dispuesto a ceder lo más mínimo. Se despidieron con sequedad, sin la menor intención de hablar del asunto entre ellos.
Al día siguiente, ambos mantuvieron su postura ante el comandante. Su versión no había variado ni en una coma. “Está bien, caballeros. Si ustedes no han encontrado la solución a este dilema, me obligan a que lo haga yo. Sólo les digo una cosa, una vez ponga en su conocimiento mi determinación, nada de lo que hagan o digan después, hará que me vuelva atrás”. Los dos soldados permanecieron impasibles y el comandante les hizo saber su resolución. Como quiera que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder en este asunto de honor, la solución pasaba por una prueba ordálica, un duelo a muerte en el que, el sobreviviente quedaría investido con la justicia de su causa. Ambos protestaron, hubo acusaciones reciprocas, pero el comandante atajó la cuestión con un golpe seco de su bastón sobre la mesa. “Se lo advertí, caballeros, no hay vuelta atrás”.
Dadas las circunstancias, no había padrinos que pactasen las condiciones del lance, así que fue el propio comandante el que impuso las reglas. Se entregarían dos pistolas al azar, aunque sólo una de ellas estaría cargada con un proyectil. El encuentro sería al amanecer y el campo del honor un bosquecillo cercano a la guarnición. Se colocarían a una distancia de seis pasos, lo que haría inviable un fallo de puntería, y ambos dispararían a un tiempo. “Al amanecer mi asistente les entregará las pistolas. Tras el duelo, el vencedor deberá personarse en esta misma oficina donde le recomendaré especialmente para la imposición de la Cruz de Hierro. Yo mismo hablaré con el general Falkenhayn. El muerto será el farsante. Ahora salgan de aquí de inmediato”.
Los soldados no daban crédito a aquello, estaban perplejos. Yo esperaba, casi sin esperanza conociéndole, que en el último momento el comandante se echara atrás o que se tratara de darles una lección, entregándoles las dos pistolas descargadas. Pero no hubo ninguna contraorden y cuando me entregó las armas, me aseguré de que, efectivamente una de ellas tenía un proyectil alojado en la recamara. Al amanecer los dos soldados se presentaron ante mí, sin haber pegado ojo. El más joven, en un gesto que quizás fue superstición, dejó que el otro eligiera el arma. Cuesta mantener la mirada de un hombre que está predestinado a morir de inmediato, quizás por ello evité mirar a los ojos a aquel que tomó el arma descargada.
Aquella noche el comandante tampoco había dormido. La pasó en el despacho, sentado de espaldas a la ventana; con una botella de grappa italiano al alcance de la mano. Nunca sabremos qué oscuros pensamientos vinieron a visitarle aquella noche. Quizás fue esa especie de melancolía que los germanos llaman mal de primavera. Casi nunca me hablaba si no era por algún asunto oficial. Por eso me sorprendió que, esa noche, antes de darme permiso para retirarme, me hablase de aquella otra guerra en la que había participado de joven. Una guerra muy distinta donde los generales contendientes elegían campo; donde las fuerzas antagónicas, perfectamente equiparadas, se colocaban alineadas una frente a otra, como en una partida de ajedrez, esperando el toque del clarín y, donde el sol hacía destellar el filo bruñido de los sables en ristre, al cargar. Ya no había honor. El honor y el respeto por el enemigo había desaparecido del campo de batalla dando paso al odio, el engaño y la exterminación.
Cuando salió el sol, el comandante abrió la ventana que daba sobre el bosquecillo donde, en aquel momento, la neblina se alzaba del prado hacia las copas de los árboles y dos soldados, como náufragos del amanecer, estaban a punto de batirse en un duelo anacrónico. Era un día como cualquier otro para morir. El comandante escuchó una detonación cuya reverberación pareció quedarse en el aire durante una eternidad. Luego vino un silencio cargado de augurios.
Diez minutos después se presentó el vencedor. El comandante, sin mediar palabra, sacó su luger del cajón y le descerrajó un tiro mortal. Corrí hacia el despacho y empujé violentamente la puerta, chocando con el cuerpo que estaba tendido en el suelo. Su sangre bañaba la alfombra que representaba la muerte de Sigfrido en el Cantar de los nibelungos. Sonó otra descarga en el momento en que conseguía entrar, saltando por encima del soldado muerto. El cuerpo del comandante quedó un segundo en equilibrio mientras le saltaban los sesos al otro lado de la habitación y cayó luego de bruces sobre la mesa con el cráneo negro y hundido, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza.
Con esto terminó Franz Müller su relato de lo sucedido. Iba a levantarse, pero me señaló la botella de champagne donde aún quedaba para un trago. No se molestó en volver a llenar la copa, directamente bebió de la botella y la vació de un trago.