La vida tiende a ser un juicio sumarísimo. De hecho, lo es. Observo a mi alrededor sin saber dónde acaba el infierno y dónde empieza el cielo. O viceversa. ¿Tienen límites propios? ¿Son lugares definidos, excluyentes? Desde Sartre, sabemos que los otros son el infierno, pero me barrunto que también son el cielo. Pueden serlo. ¿Dónde debieran estar el cielo y el infierno sino en ese lugar ambiguo en el que nosotros no somos nosotros ni ellos son ellos? No estamos solos en la tierra: hay todo un lenguaje en llamas que nos une, un sarpullido de sangre que nos abrasa, una herida abierta y acaso infecta que compartimos. Que no cese.
Hay más, pero explicarlo no es fácil. Puede que alguien nos tenga simpatía, nos desee lo mejor, se identifique con nosotros y nos ame, incluso, al menos de vez en cuando. Este hecho, acaso insólito, acaso corriente, nos convierte en algo singular y extraordinario. No estoy diciendo que alguien nos ama porque somos extraordinarios, que eso sería vanidad de vanidades, sino lo contrario: es el hecho de que nos amen lo que nos convierte en extraordinarios. Es el amor el que troca en extraordinario al objeto amado, al distinguirlo. Está bien que a uno le amen. Resulta saludable.
Cambio de tercio, sin cambiar de tema, porque todo trata sobre fobias y filias, amores e inquinas. Sobre juicios más o menos universales. Resulta que a muchos no les ha gustado que Ana María Tejeiro y, en especial, la Infanta Cristina se hayan ido de rositas tras el juicio del caso Nóos. Repaso el núcleo y los arrabales del delito sin alterarme. No hallo ningún detalle que tenga valor en sí mismo, pero no me molesta, en absoluto, que esas dos mujeres se aferren a su derecho a ser, aunque quizá no lo sean, lo que la sociedad en su conjunto facilita que sean. Dos auténticos floreros.
Luego están los condenados, unos vividores cínicos y desahogados. O el fiscal y los abogados, que se pasaron el juicio levitando y no quieren dejar de hacerlo. La acusación popular, sin embargo, anda por los suelos; pero es que la ejerció Manos Limpias, ese vergonzoso eufemismo. Nos queda nuestro héroe local, también caído. En efecto, el juez Castro, quizá como corolario a tantos folios de amor y desamor prosaicos, ha acabado apelando al lugar común de los floreros, que suele ser una mesa camilla en algún rincón de la trastienda, para descalificar, así, a las tres jueces que dictaron la sentencia. Mal hecho. Confirmo que la gente confunde la realidad judicial con la realidad a secas y me digo que los floreros, al menos, sí que ocupan el lugar exacto, siempre húmedo, para el que fueron concebidos. No me parece poco, sino todo lo contrario.