“And so it was entered the broken world
To trace the visionary company of love, its voice
An instant in the world (I know not whither hurled)
But no for long hold each desesperate choice”.
“The Broken Tower” by Hart Crane
“El teatro que ha perdurado siempre es el de los poetas. Siempre ha estado el teatro en manos de los poetas. Y ha sido mejor el teatro en tanto más grande era el poeta”.
Federico García Lorca
Introducción: Dos dramaturgos del Sur
Es sabido que Lorca era uno de los escritores admirados por el dramaturgo estadounidense Tennessee Williams. Junto a Lawrence y Chejov, Lorca es la voz poética que más resuena en el teatro del escritor sureño. Ambos compartían una honda admiración por el poeta norteamericano desarraigado Hart Crane (“The broken tower”,), que actualmente ha sido objeto de un extraño, frío y algo académico “biopic” arty a manos del actor y director James Franco, tan bienintencionado como, en ocasiones, cargante. Ambos (Williams y Lorca) trataron con maestría y lirismo los temas del amor, la muerte, el sexo (particularmente, aunque no siempre de un modo explícito, el amor homosexual en sus respectivas vidas y sociedades), la soledad, la búsqueda del ideal, el temor a la locura o la muerte y la frustración existencial. Ambos crearon importantes personajes femeninos con los que expresar su visión de un mundo en descomposición, desgarrado entre la tradición y la renovación. Ambos fueron gays en dos sociedades que rechazaban o perseguían la homosexualidad de un modo hipócrita e intolerante. Y ambos eran del Sur (uno de Granada, Andalucía, y otro de Columbus, Mississippi) de sus respectivas naciones. Las diferencias entre ambos son más que obvias: pertenecen a dos continentes y dos culturas diferentes, en algunos aspectos incluso antagónicas; mientras Lorca fue asesinado en las postrimerías de la Guerra Civil Española, en plena madurez y efervescencia artística, Williams murió repentinamente en la última etapa de su vida y cuando su actividad creadora ya era prácticamente nula y algo encerrada en su propia autocomplacencia (como ocurre en sus arrogantes “Memorias”); Lorca pertenecía a la burguesía acomodada de la Andalucía rural en tanto que Williams era hijo de una beldad sureña venida a menos y de un comerciante de calzado sin demasiada fortuna y sus primeros textos los escribió en la trastienda de zapatería de su padre, el hijo del viejo Reverendo, ese hombre de la foto descolorida que los abandono de niños. Las diferencias, por supuesto, no acaban ahí: Williams era de una generación algo posterior y conoció los cambios de la segunda mitad del siglo XX, el nacimiento de lo que él llamó “Gay Lib” (la época posterior a Stonewall y la segunda oleada del movimiento feminista); basta comparar sus posicionamientos vitales con respecto a la sexualidad (mucho más abierto en el caso del estadounidense en sus apuntes biográficos finales) para darse cuenta de la dimensión de esta fractura espacio-temporal. Pero, no obstante, las conexiones entre las vidas y, sobre todo, las obras de ambos autores son lo suficientemente ricas e interesantes como para prestarles mayor atención de la que han merecido hasta la fecha. Este trabajo trata de acercar sin acabar de mezclar ambas obras, de relacionarlas en la mirada de un lector contemporáneo que dispone de nuevas herramientas epistemológicas para poder hacerlo sin recurrir a estropicios innecesarios. La tarea es inmensa y ésta sólo pretende ser una breve, limitada y modesta aproximación. Para acotar el terreno me centraré en los personajes femeninos de ambos autores, uno de los aspectos que ambos desarrollaron con mayor éxito en su escritura dramática, sin dejar por ello de hacer referencia a otros motivos temáticos y estilísticos que sirven de marco para esta aproximación.
La diferencia cronológica entre ambos autores establece una dificultad que es, al mismo tiempo, un interesante desafío. Parece obvio que podemos leer a Williams a la luz de Lorca pero, dado que el poeta y dramaturgo andaluz no conoció la obra de Williams, no conoció obviamente sus obras mayores y probablemente tampoco tuvo tiempo de conocer ninguna otra, ¿podemos leer a Lorca a la luz de Williams sin forzar o tensar mucho el nudo dramático, igual que las conexiones a la vez contemporáneas y extemporáneas entre el flamenco y el jazz, el duende y el ángel de la alcoba, el negro “liberado” y el gitano “errabundo”, la mujer “solterona” del sur de Andalucía y la del Sur de EEUU ? No creo que haga falta ninguna justificación para hacerlo si tenemos en cuenta que las relaciones entre diferentes escritores a través del tiempo no solo se miden en el reflejo especular de ambas obras, -reflejo que no tiene por qué ser siempre bidireccional- sino en cómo ambos se posicionan en el seno de una u otra cultura y comparten coordenadas creativas e inquietudes artísticas que pueden surgir en diferentes lugares y tiempos, siendo el teatro y la poesía dentro del teatro un punto de unión crucial.
Ambos autores fueron revolucionarios en su manera de acercarse a la escritura dramática y ambos reflexionaron sobre su arte en interesantes escritos y conferencias, aunque nadie los citaría hoy como teóricos de la escena de la envergadura de Bretch, Beckett, o Pirandello. Ambos revitalizaron el teatro poético, ya que ambos eran poetas, aunque en el caso de Williams sus poemas no alcanzaran la popularidad merecida y se vieron totalmente eclipsados por su producción dramática. Las cualidades líricas de su teatro no pasaron desapercibidas en su momento y hoy podemos apreciar las importantes aportaciones de ambos a la escritura teatral. En este punto no está de más hacer algunas precisiones sobre el concepto de “lo poético”, su dimensión más amplia, y su ubicación en el campo de la escritura dramática. Lo poético ha sido, en ocasiones, definido como aquello que pone en primer término los mecanismos mismos de la creación. El placer, muchas veces doloroso, de lo poético surge de la puesta en evidencia de todo aquello que hace que una obra de arte sea bella. Lo poético depura los intermediarios entre el alma del artista y el alma del receptor, entre el placer del creador y el placer del lector, y al mismo tiempo desnuda de un modo impúdico las intenciones y herramientas del autor y el efecto que busca crear en el interlocutor. Si el teatro de Lorca es poético, no lo es solo porque en su forma incorpora creaciones en verso (poemas, canciones de cuna, tonadillas, canciones a la naturaleza y a sus pobladores) sino también porque no oculta sus intenciones estilísticas, evidenciando la búsqueda de un efecto plástico en la forma de presentar las situaciones y los personajes en el decorado. En el caso de Williams encontramos un mismo afán por convertir las situaciones aparentemente anodinas y de tintes realistas en momentos mágicos, con resonancias míticas, que dicen siempre algo más sobre la naturaleza humana y la naturaleza misma del teatro y la ilusión. Para ello se valen de un uso personalísimo de las acotaciones dramáticas (también conocidas como didascalias) y de los diálogos entre los personajes.
Lo poético en ambos autores va unido de un modo particularmente importante, aunque no exclusivo, a la tristeza, el dolor y la melancolía, sentimientos universales e intemporalmente expresados por el teatro. Ambos saben extraer elementos poéticos de los momentos más desgarradoramente trágicos, lo que en absoluto devalúa su impacto sino que lo estiliza, convirtiéndolo en objeto artístico. Este sentimiento de tristeza va ligado a algunas obsesiones clave en la obra de ambos autores: el amor y su imposibilidad, la muerte y su carácter inevitable, la frustración sexual, la presión de las normas sociales -y cómo éstas dificultan la autorrealización de sus personajes- y el efecto erosivo del paso del tiempo Es posible que, en algunas de sus obras, debido a las coordenadas espacio temporales entre las que se sitúan rastreemos rasgos de homofobia interiorizada pero siempre superada por su visión gay e iconoclasta del mundo en otras de sus obras o poemas. Es el caso de algunos fragmentos de “Poeta en Nueva York” (Oda a Walt Whitman) o algunas sentencias de la obra de teatro “Advertencia para barcos pequeños”, que pueden ser interpretadas de muchas formas, dependiendo del lugar o la época en la que sean leídos.
Un mundo de contrastes: Acotaciones plásticas y diálogos líricos
Los destellos del estilo lorquiano en la obra del dramaturgo estadounidense se perciben a lo largo de toda su obra, no sabemos si consciente o inconscientemente, si de manera voluntaria o casual. No obstante, en algunas obras esta influencia es más evidente que en otras. Más adelante me ocuparé del tratamiento que ambos hacen de las protagonistas femeninas de sus obras; me interesa ahora acercarme a una dimensión global del paralelismo entre ambas obras, centrándome en aspectos literarios, temáticos y artísticos.
Una de las influencias más evidentes de Lorca en el teatro de Williams se encuentra en el espacio visual de las acotaciones. Unas acotaciones de extraña meticulosidad en las que no solo se establecen parámetros escénicos sino que poseen además un indudable valor literario y que han debido de desconcertar a más de un director de escena ante tan enfermiza pasión por los detalles. El lirismo, la sensibilidad estética y las cualidades pictóricas de las acotaciones lorquianas están fuera de toda discusión. Como en Williams, el autor quiere que el director escénico (y, por lo tanto, los espectadores de la obra) llegue a respirar el mismo ambiente que él ha imaginado, a oír los sonidos de fondo, a sentir la fuerza y los matices espirituales de los colores. Esto hace que las, aparentemente imposibles por meticulosas, acotaciones sean también enormemente abiertas a todo tipo de puestas en escena. Los ejemplos son más que notables. Desde “Mariana Pineda” Lorca va a hacer gala de una indudable sensibilidad visual y, sobre todo, pictórica para describir los lugares, interiores y exteriores, donde transcurre la acción dramática. Ya la obra misma -su primera gran tragedia- aparece subtitulada como “Mariana Pineda. Romance popular en tres estampas” y el autor pone el acento en el carácter plástico de las distintas estampas para ambientar la época de un modo a la vez verosímil e irreal, con una gran sutileza cromática que sirve como contraste con los personajes la vez que los encuadra, hace evidente el paso del tiempo y da un toque expresionista al fondo. Esto podemos verlo en el prólogo de Mariana Pineda (“Telón representando el desaparecido arco árabe de las Cucharas y perspectiva de la plaza Bibarrambla en Granada, encuadrado en un margen amarillento, como una vieja estampa iluminada en azul, verde, amarillo, rosa y celeste sobre un fondo de paredes negras. Una de las casas que se vean estará pintada con escenas marinas y guirnaldas de frutas. Luz de luna. Al fondo, las niñas cantarán con acompañamiento el romance popular”) o en la acotación que introduce la primera estampa (“Casa de Mariana. Paredes blancas. Al fondo balconcillos pintados de oscuro. Sobre una mesa, un frutero de cristal lleno de membrillos. Todo el techo estará lleno de esta misma fruta, colgada. Encima de la cómoda, rosas de seda. Tarde de otoño. Al levantarse el telón...) Colores, contrastes, iluminación, objetos decorativos, estaciones del año y música dotan de vida y poder sugestivo al lugar donde arranca la acción dramática. En ambos autores las acotaciones no solo tratan de dar indicaciones escénicas sino que, a través de un exhaustivo número de matices audiovisuales, tratan también de crear una atmosfera y definir un estado de ánimo ambiental acorde con lo que va a suceder en la obra. Como explica Gwynne Edwards a propósito de la acotación que introduce el primer acto de “Bodas de sangre” “Podemos imaginarnos un amarillo crudo en las paredes desnudas de la cocina como contraste de fondo con el negro del vestido de la madre. Al levantarse la Madre aparece sentada probablemente en el primer término de la escena. La combinación de colores y la postura estática de la figura callada de la Madre crean una atmósfera de sombría y recalcitrante melancolía antes de que se haya pronunciado ninguna palabra. Es decir que el decorado nos anticipa las palabras y las acciones que van a seguirse, armonizando en todo momento con ellas”. Esa misma obsesión por el contraste, amplificada por una honda conciencia de sus intenciones estéticas que aparece enunciada en la acotación misma, la encontramos en las largas didascalias que sirven de introducción a algunas de las piezas mayores de Williams. Así, por ejemplo, en Verano y humor el autor explica “During the day scenes the sky should be a pure and intense blue (like the sky of Italy as it so faithfully represented in the religious paintings of the Renaissance) and costumes should be selected to form dramatic color contrast to this intense blue which the figures stand against (color harmonies and other visual effects are tremendously important)”.
La música, los sonidos e incluso los ruidos constituyen otro elemento clave, junto a la gama cromática, los vestidos de los personajes y los contrastes, en las acotaciones destinado a fijar una atmósfera (“mood”) inconfundible. Los sonidos de jazz, blues, piano y la música negra callejera formaran parte, a lo largo de toda la acción de “Un tranvía llamado deseo” del trasfondo colorista y rítmico de la obra, aunque quedarán en un segundo plano con respecto a los diálogos intensos y la tormentosa acción dramática que vemos desarrollarse ante nuestros ojos con una violencia, hasta entonces, poco común en el teatro estadounidense (A corresponding air is evoked by the music of the Negro entertainers at a batroom around the corner. In this part of New Orleans you are practically always just around the corner, or a few doors down the street, from a tinny piano being played with the infatuated fluency of brown fingers. This “Blue Piano” expresses the spirit of the life, which goes on here.). Ambos autores compartían la pasión por la música negra que expresaba el lamento o lamentos, los sinsabores, la identidad fluctuante y las alegrías (amorosas, familiares o no) de un grupo marginado o apartado de la “buena sociedad” y sus fuerzas del orden (los caciques de Williams, la ominosa Guardia Civil de Lorca entre otros/as). También en ocasiones la soledad y el aullido de un individualismo atroz que se rebela y se revela en la hostilidad del medio. Una hostilidad que a la vez lo señala y lo enaltece en una suerte de justicia “poética”.
Si el modo de abordar las acotaciones o didascalias hace de Lorca y Williams dos casos insólitos en la historia del teatro, no por menos excepcional es menos destacable el paralelismo de ambos en el uso del diálogo dramático. Tanto uno como otro mezclan un descarnado realismo con una elaborada poesía. Ambos destacan en el terreno del semi-monólogo, en el que un personaje tiene un interlocutor en el escenario, pero en realidad habla consigo mismo y con el público, con ejemplos sublimes como los desgarrados parlamentos de Blanche o Yerma, aunque sus diálogos breves y sus réplicas no son menos brillantes y afiladas. Ambos mezclan lo crudo, lo sórdido incluso, con la elevación poética y una ironía que los devuelve al humanismo en el punto de la deshumanización. Y ambos incluyen canciones y fragmentos en verso que comentan la acción en un irónico juego paralelo. Tras su apariencia de espontaneidad hay una meticulosa elaboración que les sirve para definir el carácter y las motivaciones íntimas de sus personajes. Los personajes femeninos creen en ambos casos ser dueños del lenguaje, ya que no de las circunstancias materiales y sociales que rigen el mundo. Pero, en muchas ocasiones, descubren que el lenguaje no es siempre su aliado, porque en el lenguaje de sus amos no se ha molestado en aprender sus diversas tonalidades. Su destreza verbal no implica que sus vívidas palabras puedan salvarlos. Ambos dominan el terreno del habla femenina, un terreno devaluado por el canon masculino y relegado, en el terreno social, a una privacidad poco considerada. El hablar de las mujeres en las casas, en los patios, en las estaciones, en el río, en los jardines, está considerado como una forma de parloteo o chismorreo. Para Lorca y Williams es, no obstante, un lenguaje lleno de sabiduría, complejidad y profundidad, aunque esté equivocado (como ocurre en “La casa de Bernarda Alba”, donde lenguaje no siempre significa comunicación humana). Como dice Eve Kosofsky Sedgwick “las devaluadas artes del cotilleo han sido inmemorablemente relacionadas en el pensamiento europeo, con los criados/as, los hombres afeminados y/o gays y todas las mujeres”.