El día de la cita, reuniendo todo su valor, María cogió un taxi. Cuando le dio la tarjeta al taxista, él la miró por el espejo retrovisor. Pensó que hacía una mujer tan elegante en un barrio de mala muerte, pero no era asunto suyo. Si se hubieran montado en el coche cuatro extraterrestres para que los llevara al Empire State, tampoco hubiera sido asunto suyo. Cuando trabajas en la calle durante años, te salen callos en los ojos, solía decir el hombre en sus partidas de póker. María bajó del taxi y caminó por la acera siguiendo la numeración de aquella calle estrecha y miserable, hasta detenerse delante de una puerta de madera pintada de color granate. Tras ella, unas escaleras oscuras conducían a un local en el que las lámparas de tulipa roja iluminaban tenuemente los rostros de los clientes.
— Ésta es tu casa –le dijo Eleonora-. Y éstos –dijo barriendo el local con los ojos- tus hermanos y hermanas.
Eleonora le presentó a sus compañeros de mesa: Patricia, Freddy, Clark Gable Dos. Todos ellos fumaban, hablaban a la vez, mientras sostenían vasos de whisky o ginebra. El humo parecía un velo que, junto a la escasa luz, distorsionaba las imágenes. María se sentó entre ellos, presa de su habitual timidez. Hablaban a gritos y se reían a carcajadas. María observaba sus rostros, y se daba cuenta de que todos ellos mostraban el efecto de las hormonas y del maquillaje. Igualmente aquellas voces en falsete, forzadas, le fascinaban porque le recordaban sus propias limitaciones. Sus propios hábitos de ocultamiento y disimulo.
—Cuéntanos Clark Gable Dos, ¿es cierto que te lo hiciste con una trapecista?
— No sé qué os hace tanta gracia –dijo aquel chico que tenía un lejano parecido con el famoso actor de cine.
— ¡Daría cualquier cosa por hacérmelo con un domador!
— No es precisamente eso lo que tú necesitas, Eleonora. Un peluquero te vendría mejor...
Las carcajadas eran generales. Se apagaban unos cigarrillos y se encendía otros. El cenicero rebosaba de colillas.
— ¡Cómo eres, Patricia! Te gusta hacerte la cruel, pero todos sabemos que en el fondo tienes un corazón de mantequilla.
María observó a Patricia. Realmente era hermosa y de no haberla encontrado en el bar de Nené le hubiera sido difícil de imaginar que hasta los diecisiete años había trabajado como camarero en el restaurante de sus padres.
—No dramatices, Eleonora. Te gusta tanto ser el centro de atención...
En ese momento una pequeña mujer se acercó a la mesa y se instaló entre ellos. Los saludos de bienvenida se sucedieron.
—Y ésta es Edelweiss –le presentó Eleonora.
—Enchanté –le contestó la recién llegada, tendiéndole su mano.
—¿Qué tal la jornada laboral, cariño? –le preguntó Freddy.
— C’est la morte, ma chérie...
— A Edelweiss le gusta hablar en francés, aunque no ha salido en su vida de Brooklyn. Tuvo un novio tunecino que le enseñó casi todo lo que sabe –dijo Eleonora.
Edelweiss, hermosa y delicada, era muy apreciada en el mundo de la prostitución -trabajaba ataviada con unos guantes de cabritilla negros que no se quitaba nunca-. María, por su parte, intentaba pasar desapercibida, temerosa de obtener cualquier protagonismo.
— María es europea –dijo Eleonora.
— Cuéntanos algo... ¿Te ha comido la lengua el gato?
— No la agobies, Freddy –dijo Patricia-. Se ve a la legua que María es... tímida.
— ¿Tímida?
María asintió, sin saber qué decir.
— Ella es distinta –dijo Patricia, mirando fijamente a María a los ojos-, ¿o no os habéis dado cuenta? Desde luego no se ha criado entre hamburguesas y huevos fritos como yo.
— Cada cual sobrevive a su manera –dijo Eleonora.
— Hablando de sobrevivir –intervino Edelweiss-... Ya me he comprado el traje con el que quiero que me entierren. Quiero llegar al otro mundo vestida de Mae West.
— No das la talla. Te falta medio metro... –dijo Freddy.
— Me voy a hacer un traje a medida.
— Para que luego llegue tu primo, tu hermano, o cualquier gilipollas y te ponga un traje de oficinista.
— ¡Ni lo sueñes! Lo tengo todo bien organizado. Conozco a Laurentis, el de las Pompas Fúnebres. Se lo he dicho mil veces. Mae West. Lo sabe y lo tiene bien clarito. Eso sin contar con lo otro...
— ¿Qué es lo otro? –preguntó Clark Gable Dos que, silencioso y apocado, con su pelo oscuro embadurnado en gomina, escuchaba la conversación atentamente, sin perder detalle.
— La intervención...
— ¡Cuenta! ¡Cuenta, Edelweiss!
— Por fin algo interesante...
— Si no lo he logrado en vida, antes de meterme en la caja y mostrarme al público...
—Pero... ¿Te crees Jackie Kennedy? –dijo Patricia soltando una carcajada.
— Si no lo he conseguido –insistió Edelweiss digna, ignorando el comentario-. Entonces...-dijo orgullosa.
—¿Estás hablando de lo que creo que estás hablando? ¿Te refieres a eso?
—¡Claro! ¿A qué me iba a referir si no? Laurentis conoce a un médico.
—¿Un médico? ¿Un médico que opera a los muertos?
—Será un forense.
— Me da igual, como si se trata de un veterinario –dijo Edelweiss convencida.
— A fin de cuentas ella ya estará muerta –terció Freddy-. Y no creo que vuelva para poner una hoja de reclamaciones.
— Efectivamente –dijo Edelweiss-. Él me operará y yo me iré al cielo tal y como debí de haber nacido.
—Con doscientos gramos menos –dijo Eleonora.
—¿Doscientos gramos? Eso es muy poco, ¿no?
—¿Y quién te dice que irás al cielo?
— Mi instinto –contestó Edelweiss-. Ese instinto que nunca me falla.