Todd Haynes, Patricia Highsmith, Cate Blanchett, Rooney Mara, Nueva York, años 50. Tenía que salir bien. Estos son, en pocas palabras, los elementos con que se ha confeccionado “Carol”. Están las películas que me gustan mucho, me entretienen, me emocionan, cumplen su función perfectamente y después están estas otras en las que salgo de la sala de proyección con la sensación de haber visto cine.
Leí -no hace demasiado- “Carol”, la novela de Patricia Highsmith en la que se basa la película homónima dirigida por un Haynes que, ya hace tiempo, se encuentra en estado de gracia. Quería tener los deberes hechos antes de que llegara a la gran pantalla la adaptación de Haynes. La novela me subyugó. Es tan atrapante, tan envolvente, tan estremecedoramente honda y sencilla que no pude dejar de leerla hasta que la terminé, de tirón, un lluvioso domingo de otoño. Me resultaba complicado imaginar cómo iba a adaptarse la ingente cantidad de emociones de las que Highsmith dota a su protagonista, que en la novela no es Carol sino Therese. Todd Haynes ha hecho el milagro de conseguirlo, sin necesidad del recurso fácil de incluir una voz en off que diera salida al torrente emocional de Therese, que es lo que hubiera hecho un cineasta menos diestro. La novela es de lectura obligatoria para los amantes de la literatura. Aplastante en su sencillez, pavesiana hasta la médula, una lectura deliciosa que durante muchos años no llevó la firma de su autora, sino el seudónimo Claire Morgan y otro título: “El precio de la sal”, por razones obvias –trata sobre el amor entre dos mujeres en la Norteamérica de los años 50. Una lectura indispensable, insisto, para quien gusta de las novelas sin artificio, puras y verdaderas, sin más pretensiones que contar y sin una acción machacona que apuntale cada paso que dan sus protagonistas.
Era difícil adaptar algo tan delicado, con tan pocos elementos. Pero Todd Haynes lo ha logrado en su film. “Carol” es una película que respira en cada fotograma, calculada plano a plano, con un sonido magistral que hace que te olvides de que estás viendo una película. No son pocos los que la han considerado una película fría, alienada en su propia estética. El cine es una apuesta por la estética también o sobre todo, no lo olvidemos. Plano a plano, algunos de ellos parecen cuadros de Hopper (las dos en la cafetería, la llegada a Waterloo, las maletas abiertas sobre las camas de motel de carretera, etc…). A mí no me hace falta la acción para que una película me caliente por dentro, tampoco necesito saber el porqué de las decisiones vitales de sus protagonistas, ni siquiera asistir a ese “viaje del héroe” con el que, habitualmente, se concibe el periplo vivencial del protagonista. Me basta con la sensación de que los personajes tienen el latido dispuesto para cada mirada, para cada acción. “Carol” es un cine donde el gesto sustituye a la acción, es una película que inventa un género: el suspense erótico. Nada tiene que pasar para que sus protagonistas crezcan; el hilo argumental es tan básico, tan tenue, que apenas importa. Ni siquiera importan los porqués. El mareo emocional, orgánico, sexual que puede producirte la irrupción de alguien en un momento determinando y azaroso de la vida es suficiente para que podamos tirar de ese hilo durante 120 minutos de metraje sin que haga falta nada más que el relato pausado y sutil de esa seducción permanente, irrevocable, recíproca, contenida y expresada a distancia, con contadísimas excepciones donde mirar se sustituye por tocar, y que Todd Haynes nos regala a través de dos actrices maravillosas, con tanto feeling que es difícil no creérselo.
Otro aspecto fundamental de la película es la mirada, las miradas, mejor dicho. Las miradas unas veces directas, duelo de seducción, de deseo, sin manos; otras a través de cristales salpicados por la lluvia para poner distancia también a las miradas, para tamizarlas y matizarlas; a veces a través del visor de la cámara para contar cómo miramos a la persona amada o cómo es cuando nadie la mira o quién es a través de nuestros ojos; la mirada a través del espejo, cuando la película por fin se rompe por dentro, en silencio, en el momento en el que las dos protagonistas abandonan la contención para dar paso al deseo, de una manera tan natural que no parece la primera, ni el primer beso, ni la primera vez que hacen el amor, un deseo acostumbrado, que estaba satisfecho también antes de materializarse. Las miradas, en definitiva, para decir -con el lenguaje audiovisual- desde dónde están las protagonistas diciendo lo que sienten, qué distancia hay entre lo que desean hacer y lo que hacen.
El melodrama norteamericano de los años 50 es mi debilidad. Douglas Sirk puso las normas. Hay mucho de él en esta película como ya lo había en “Lejos del cielo”, otra de las joyas de Haynes. También hay mucho en “Carol” de “Breve encuentro” esa película que se nutre de lo real, de lo escaso, para hablar del amor con mayúsculas sin que éste venga condicionado por nada más que por su azarosa razón de ser sin remisión. Los colores, el rojo y el verde de los jerseys de las protagonistas y los ocres remarcando el drama, el color de la alegre tragedia de entregarse sin ambages a ese dulce azar, independientemente de las consecuencias… todo eso que sabe a cine está en “Carol” que no es apta para todos los públicos, nada que ver con la calificación de edad, sino con otra cosa; si se busca acción, que pasen cosas, que nos cuenten historias, ésta no es tu película. Ha estado nominada a todos los premios y no se ha llevado casi ninguno. Pasará también sin pena ni gloria por los Oscar –no está nominado ni a mejor película ni a mejor dirección- donde todo parece estar reservado a la acción vertiginosa de relatos sobrecargados de cosas. No le hacen falta premios. Las películas, la mayoría, cuando salen del circuito comercial, siguen siendo películas, solo unas pocas se convierten en cine.