Frente a los cristales empañados por la lluvia, Mary Cassatt vislumbrar la silueta del campanario de Saint Germain. Delgada, erguida, con los brazos a lo largo del cuerpo, sostenía una carta en la mano derecha. Los dedos, crispados sobre el papel, mostraban los nudillos blanquecinos, fruto de la rabia y la ira sufridas tras su lectura. Llevaba un buen rato frente al ventanal con la mirada fija en la cruz de hierro de la Iglesia, de pronto, se sobresaltó con el estruendo de la tormenta y se retiró del cristal. Se sentó en el filo del sillón a releer por quinta vez la carta con el matasellos de Londres.
medida que avanzaba en la lectura, su cara se iba contrayendo con la misma fuerza que la primera vez que la leyó, un par de días atrás. La ira le llenaba los ojos de lágrimas y la indignación los dejaba al momento secos y doloridos. De un tirón, se deshizo de la toca de lana, se colocó la bata de algodón que protegía su ropa del óleo y se encaminó a su estudio mientras metía la carta en su bolsillo.
Adoraba su habitación para pintar. El resto de la casa podía estar cayéndose a pedazos y no se enteraría nunca, pero este cuarto significaba tanto para ella... Aspiró el fuerte olor a trementina y echó un vistazo rápido a la repisa de los pigmentos. Faltaba reponer el amarillo de Nápoles y el azul de Ultramar. Mañana se los encargaría a Michel, junto a dos tarros de aguarrás y uno de aceite de linaza.
Descubrió el lienzo que se protegía bajo un paño y lo observó con detenimiento; le apasionaba su profesión, pero el trabajo que traía entre manos le producía una enorme pesadumbre. Se alejó unos metros para juzgar el resultado de la última mezcla de colores para el traje de la mujer. Sin embargo, se sentía contrariada por haber conseguido su propósito. El color del traje escotado y los pliegues en el talle recordaban una rosa entreabriéndose, mostrando, como apretados pétalos, los plisados del vestido de fiesta. Más que óleo, parecía un dibujo a pastel. El corazón le dio un vuelco; Degás, su gran admirado, latía irremediablemente en el fondo de su obra. La dama sonreía feliz, a su pesar. Sobre su piel blanca, un collar de perlas. Y lo mejor era el pelo. Rodeando su cabeza, el pelo recogido en un moño flojo destellaba como el cobre; lo había conseguido con mucha paciencia y tras estudiadas mezclas de amarillo ocre, carmín de Garanza, un poco de magenta y amarillo limón. La felicidad de la mujer inundaba el lienzo, su sonrisa, el brillo de los ojos, la humedad de sus labios... Todo con pequeñas pinceladas y un predominio del color puro. Detrás de ella, dos palcos desdibujados se perdían en la distancia permitiendo el protagonismo de la dama. Todo como mandaban los cánones impresionistas. Esperaba que la mujer del cuadro se sintiese satisfecha de su trabajo cuando su marido se lo regalase el día de su cumpleaños. Era una dama de la alta sociedad parisina, de origen prusiano, Madame Mac Mahón. Mientras se debatía entre la satisfacción por el trabajo bien hecho y la amargura que le producía haber rodeado de tanta belleza a esa mujer, recordó la carta. Era de Camille. Cerró los ojos y evocó el día que se conocieron. Acababa de estallar la guerra franco-prusiana y ambos huían de París en el mismo tren. Al terminar la contienda y de vuelta a la ciudad eterna, el destino volvió a unirles.
Mary colocó los pinceles sobre la mesa desconchada, llena de trapos, aguarrás y barnices. Se limpió cuidadosamente las manos y se dirigió al salón. Había anochecido y el reflejo de las luces de las farolas colgando de un cielo brumoso daba a la habitación un aspecto mágico. Sacó la carta del bolsillo y volvió a leerla bajo la luz tenue de la lámpara del velador.
Con la escritura diminuta y cuidadosa de siempre, Camille la invitaba a la exposición que el círculo de los impresionistas celebraría en el museo del Louvre la próxima primavera. Tras unas primeras líneas en las que detallaba todos los aspectos formales del evento, adoptó un tono más personal rogándole por Dios que asistiera sin dudar. Como conociendo la respuesta que Mary le habría dado, su maestro le pidió que olvidara el pasado. Mary se limpió con el puño de la bata blanca las lágrimas que amenazaban con empapar el papel; dibujó, con los restos de pintura de la bata, rayas de azul de Ultramar sobre las mejillas. Cuando terminó de leer la carta, volvió a su estudio. Mientras oscurecía la sombra de la barbilla sobre el cuello de la dama y acentuaba con ello el brillo de las perlas, recordó el día en que se matriculó en la academia de Camille. Degás le había hablado de él como del maestro entre maestros. Era quince años mayor que ella, pero el amor surgió entre los dos con la violencia de un temporal. Camille Pisarro era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Más protector y comprensivo que su propio padre, y el hombre al lado de quien cada día era un misterio por resolver. Estuvo a punto de abandonar el sentido común y la pintura por él. Se dedicó a organizarle las clases, buscar excusas para los clientes que no le gustaban y abastecerle el estudio de tarros de pigmentos, goma arábiga y aceites vegetales. Le limpiaba la casa, le hacía la comida y le lavaba la ropa. Hasta el día en que ella le presentó a Lucy Bacon, la alumna recomendada por Edgard Degás. Mary recordaba con una amargura no disminuida por el tiempo el día que la joven apareció en el estudio, con su cabellera de fuego sobre los hombros. Desde que entró por la puerta, Camille perdió la cabeza por ella, hundiendo en la tristeza y la desesperación a Mary, que veía como él la iba dejando en un rincón de su volátil corazón.
En la carta, su antiguo maestro le pedía que lo olvidara todo, que él lo había hecho; que habían pasado algunos años y que quizás aún estuviesen a tiempo de retomar su amistad. Que ni siquiera recordaba a Lucy. El encuentro de primavera podía ser la gran oportunidad para la reconciliación.
Tras esta última lectura, Mary comprobó que el enfado iba remitiendo poco a poco. Sonrió débilmente mientras daba los últimos retoques al cuello de la mujer; era muy tarde y quería descansar. Por supuesto que iría. Por una parte necesitaba resarcirse del desastre de la exposición de Chicago, en la que casi la mitad de su obra había sido pasto de las llamas. Y por otra le apetecía reencontrarse con los amigos de la vieja escuela: Berthe, Claude, Paul, Edgar.... Dobló esta vez con cuidado la carta y la dejó sobre la mesa, prometiéndose responderla al día siguiente.
En cuanto a Lucy, nunca había podido olvidarla, por más que lo había intentado. Por caprichos del destino, desde hacía unos meses la veía a la fuerza todos los días; pasaban juntas muchas horas. Antes de que Mary cubriese el óleo con el paño de lana, Lucy Bacon, de casada Madame Mac Mahón, la miró desde el lienzo con aire triunfal, en su butaca del teatro, envuelta en rosados pétalos de seda. Con el collar de perlas destacando sobre su escote nacarado y su cabellera de fuego domesticada por la edad y por una magnífica diadema de brillantes.