No quería irme de Inglaterra sin visitar Stratford-upon-Avon, el pueblo donde nació y está enterrado William Shakespeare. (También me gustaría haber hecho otras cosas relacionadas con la literatura, como visitar Hay-on-Wye, el pueblo del millón de libros, pero tendré que dejarlo para otra ocasión). Lo hacemos hoy, aprovechando mi último fin de semana en el país, como excursión de despedida. El tren sale de Marylebone, en cuya librería compruebo, con horror, que El País no ha llegado todavía. Como me horripila la perspectiva de estar encerrado dos horas en tren sin nada que leer, me compro allí mismo un libro. Entre el bosque de superventas y otros libruchos de supermercado que llenan las estanterías, solo descubro uno que tenga algo que ver con la literatura: The Noise of Time [El ruido del tiempo], de Julian Barnes. Cuenta la vida de Shostakovich, pero me da igual de qué hable: me lo habría comprado aunque hubiese hablado de Rosa Díez. Por desgracia, no puedo disfrutar demasiado de la lectura, porque, aunque nos hemos sentado en una quiet zone, una pareja de turistas portugueses no se ha dado cuenta de que estamos en una zona de silencio, y garlan como cornejas. Ante la disyuntiva de llamarles la atención o de cambiarnos de asiento, optamos por lo segundo: el tren va casi vacío y no es difícil encontrar otras butacas a resguardo de la cháchara lusitana. El tren a Stratford no es directo: hay que cambiar en un pueblecito llamado Dorridge. Para hacerlo, apenas tenemos unos minutos. Tan justo es el lapso para el transbordo que, cuando estamos ya a punto de embarcar en el que nos ha de llevar a nuestro destino, las puertas se nos cierran en las narices. Es decir, no se cierran solas: alguien les ha ordenado que se cierren. Yo le hago gestos desesperados al revisor, al que veo asomado todavía al andén, pero el hombre se retira, imperturbable, al interior del tren y nos deja compuestos y sin ferrocarril, a escasos centímetros/segundos de abordarlo. Es la primera vez en mi vida que pierdo un tren, aunque no es la primera vez en mi vida que constato la satisfacción sádica que experimentan algunos cuando consiguen frustrar a sus semejantes tan palmariamente. Para eso da igual ser español o inglés: lo que hay que ser es borde. Nos queda, pues, según averiguamos en la taquilla de la estación, una hora en Dorridge hasta el siguiente tren a Stratford. Damos un breve paseo y nos tomamos un capuccino en la cafetería del Sansbury local. Lo que vemos es igual que lo que veríamos en cualquier pueblo inglés: una homogeneidad de casas unifamiliares, con sus jardincitos a la puerta y sus inevitables chimeneas. Todo es pulcro, ordenado y aburrido. Eso sí: en la estación comprobamos que unos caballeros de edad están muy preocupados por algunos desperfectos en la sala de espera, restaurada hace poco con mimo y dedicación ejemplares. Eso también es muy inglés: la implicación desinteresada de la gente en la conservación de sus lugares. Llegamos por fin a Stratford-upon-Avon, una pequeña ciudad de 23.000 habitantes y 800 años de antigüedad, situada, como su nombre indica, en las orillas del río Avon, y antiguo mercado medieval, cuyo pasado se prolonga hoy en una desaforada actividad comercial, avivada por el turismo: no hay apenas locales en el centro (pero el centro es casi toda la ciudad) que no sean tiendas o restaurantes. Llovizna, hace frío y sopla el viento (la peor combinación posible), pero estamos dispuestos a desafiar a los elementos para conocer los lugares shakespearianos de la ciudad, que son varios y están unidos por una ruta de la que nos informan amablemente en la oficina de turismo. La primera parada es, desde luego, la casa natal de Shakespeare, en Henley Street, cuya popularidad demuestra una larga y lenta cola que rebasa la taquilla y se extiende por la calle. Tras la inevitable espera, llegamos a uno de esos bonitos momentos de toda convivencia matrimonial: "¿Tienes los billetes?", le pregunto a Ángeles (habíamos comprado un bono en la oficina de turismo para las cuatro visitas fundamentales). "Pero si te los he dado a ti". Establecida la contradicción irreductible, ambos nos dedicados a rebuscar furiosamente en los bolos y bolsillos y bolsos, con desesperación creciente, mientras sentimos en el cogote la mirada taladrante de los demás integrantes de la cola, y en los ojos la no menos acerada de la taquillera, que debe de estar maldiciendo la estupidez de estos extranjeros que son incapaces de encontrar los billetes que acaban de comprar y forman un pifostio considerable a la hora de mayor afluencia de público. Aunque la peor mirada es la que me lanza Ángeles —el basilisco no me habría fulminado con mayor ferocidad— cuando, después de haber metido yo la mano al menos cinco veces en el bolsillo del pantalón sin encontrarlos, doy con los dichosos tiques y se los entrego, entre triunfante y humillado, a la cancerbera. La casa de Shakespeare nos parece hoy de una modestia casi cavernaria, pero gozaba de ciertos lujos en su época: no en vano el padre de Shakespeare era un rico comerciante local, que ostentó cargos de altura en el gobierno local. Así, tiene chimeneas en todas las habitaciones, que combatían eficazmente el frío, pero llenaban el sitio de humo, y suelo enlosado —que es el original: pisamos, pues, las mismas losas por las que Shakespeare caminaba, hace 500 años—. La higiene, no obstante, era tan precaria como en cualquier otro sitio: los ingleses de entonces no solo no usaban el agua, sino que la rehuían, porque estaban convencidos de que transmitía enfermedades por los poros de la piel. El lavado se practicaba en cara y manos (las partes del cuerpo que se veían), y la evacuación, en orinales y minúsculas letrinas exteriores. En el centro de información contiguo a la casa se exhibe, entre otros materiales, un ejemplar del Primer Folio, la edición príncipe de las obras de Shakespeare, publicada en 1623, siete años después de la muerte del escritor. De los entre 750 y 1000 ejemplares que se tiraron, sobreviven unos 230, tres de los cuales se encuentran aquí. Y, como las técnicas de composición e impresión no eran homogéneas, ninguno es igual a otro. Nos sorprende averiguar que el libro se puso a la venta a un precio exorbitante para su época, una libra: un maestro de escuela ganaba veinte al año. Pero es que los libros eran entonces objetos preciosos: en todas las buenas casas, y también en esta de Shakespeare, se guardaban en cajas, para que no sufrieran daño. Tras la muerte de los descendientes directos de Shakespeare, a finales del s. XVII, la casa se convirtió en una posada, y lo siguió siendo hasta finales del XIX. Visitamos después las siguientes paradas de la ruta shakespeariana. Primero, la Harvard House, un hermoso edificio tudor que no tiene nada que ver con el dramaturgo, pero que es un excelente ejemplo de arquitectura isabelina. Luego, Hall's Croft, la casa donde vivió Susanna, la hija de Shakespeare, con su marido, el doctor John Hall. Muy pronto vemos aquí más signos de riqueza que en la casa natal de Shakespeare. Y es lógico: los médicos bien establecidos eran gente, como hoy, acaudalada. Además del suelo enlosado —también original, como las escaleras de madera—, los techos son aquí muy altos y las habitaciones, espaciosas y bien caldeadas e iluminadas. En el jardín adyacente, el Dr. Hall cultivaba las plantas medicinales que administraba a sus enfermos, junto con remedios mucho más oscuros, como las sangrías y los purgantes. Quizá provengan de ese jardín los cardos que ponen en las sillas de la casa para evitar que los visitantes se sienten en ellas. Llegamos por fin a la Holy Trinity Church, la iglesia de la Santísima Trinidad, donde Shakespeare fue bautizado —el 26 de abril de 1564, en una pila bautismal que se exhibe junto a su tumba; debió de nacer dos o tres días antes, aunque no sabe con exactitud cuándo— y enterrado el 23 de abril de 1616. Puede que también aquí matrimoniara con Anna Hathaway, aunque de eso no han quedado registros documentales. Lo que sí se sabe es que lo hizo con prisa, y por buenas razones: seis meses después del casorio, nació Susanna. Shakespeare tenía entonces 18 años, y Anna, 26. Los restos del dramaturgo reposan en el presbiterio, cerca del altar mayor de la iglesia, junto a los de su mujer, su hija, su yerno y otros familiares más lejanos. Su lápida aparece circundada por un cordón negro, para distinguirla de las de sus parientes. Y el epitafio, escrito por el propio Shakespeare, reza así: Good friend for Jesus' sake forebear / to dig the dust enclosed here. / Blessed be the man that spares these stones, / and cursed be he that moves my bones [Buen amigo, por Jesús abstente / de cavar el polvo aquí encerrado. / Bendito sea el hombre que respete estas piedras, / y maldito el que remueva mis huesos]. No fueron felices sus últimos años. Además de las enfermedades que lo aquejaban, tuvo que sufrir un proceso contra el futuro marido de su otra hija, Judith, acusado de promiscuidad: había preñado, al parecer, a otra mujer, que murió, con su vástago, al cabo de poco tiempo. Aunque siempre se ha dicho que el fallecimiento de Shakespeare se debió a un proceso febril, consecuencia de una francachela que se había corrido con otros dramaturgos, como Ben Johnson, en la que habían circulado vino y cerveza en abundancia, las últimas investigaciones apuntan a que pudo haberlo hecho a causa de un cáncer, aunque esto, como tantas otras cosas de su vida (y de su muerte), no se ha podido verificar todavía. Comemos, a la salida de la iglesia, en un pub tranquilo delante de la grammar school a la que se cree que pudo haber asistido Shakespeare, y luego volvemos al centro paseando junto a uno de los canales del río Avon. Pasamos al lado del teatro en el que actúa la Royal Shakespeare Company y vemos muchísimos cisnes del río en montoneras debajo de los puentes: la gente les echa migas de pan, pero ellos pierden siempre con los patos a la hora de cogerlos. El frío se ha recrudecido y caminamos deprisa hasta la estación para volver a Londres. Esta vez hemos de cambiar de tren en un pueblo llamado Solihull. Aunque solo nos separan 170 km de Londres, tardaremos cuatro horas en llegar a casa.