El pasado 6 de febrero diversas ciudades del mundo fueron escenario de manifestaciones de ultramachos, seres onomatopéyicos que practican la misoginia, la homofobia, el paleolítico y otras taras. Raro será que no declaren el 6 de febrero Día Internacional del Austrolopithecus o del Gilipollas. Los ultramachos o ultramachistas defienden la tesis de que las mujeres son seres inferiores física e intelectualmente, que no deberían votar y que sólo están ahí para disfrute del hombre. Es decir, la misma opinión que todas las religiones del mundo y buena parte de las ideologías hasta hace cuatro días. Su guía espiritual, Daryush Valizadeh, más conocido como Roosh V, es un barbudo no muy evolucionado que propone legalizar la violación. Por lo que escribe y lo que piensa, se diría que ha venido al mundo por culpa de un talibán que forzó a una patata en un calentón, por generación espontánea de un jalapeño o quizá por esporas.
Las esporas del ultramachismo las vemos todos los días en esas noticias donde una pobre mujer acaba reventada a golpes, arrojada por un balcón o cosida a puñaladas. También en esos comentarios de arzobispos, munícipes y concejales, como el que le soltó el otro día vía twitter Jorge Caldas, teniente de alcalde del PP en un pueblo de Pontevedra, a la presidenta de la Diputación, Carmela Silva: “Mala puta”. Valizadeh y sus mariachis sostienen que el machismo es una ideología válida y opuesta al feminismo, lo cual no sólo es un error y un disparate sino que también debería ser delito. Nadie con un dedo de frente puede sostener que la xenofobia, el fascismo o el nazismo, que consideran a los negros o a los chinos seres inferiores, son opiniones respetables. Hay opiniones que no merecen más que una temporada entre rejas y estos alevines de extrema derecha lo que están pidiendo a gritos son unas vacaciones pagadas en las duchas de una prisión, junto a un grupo de subsaharianos erectos.
Porque una vez más se repite el viejo tópico: cuanto más se alardea de masculinidad, más pronto está al caer el gatillazo; cuanto más se odia a los homosexuales, más miedo de ser uno de ellos. El cónclave de homínidos que intentó infectar las calles de ciertas urbes civilizadas el pasado sábado podía acabar como un desfile del Día del Orgullo Gay sólo que cada uno dentro de su armario. De hecho, lo más suave que puede decirse de la quedada de osotes del barbudo Roosh V es que recuerda aquel chiste donde dos mexicanos discuten y uno de ellos vocifera: “¡En mi pueblo somos todos muy machos! ¿Me entiende usted? ¡Todos muy machos!” Y entonces el otro se encoge de hombros y replica: “Ah, pues en mi pueblo somos la mitad machos y la mitad hembras, y no vea lo bien que lo pasamos”.
En consonancia con sus ideas prehistóricas, Roosh y sus acólitos no sólo se refugian en una página denominada “El retorno de los reyes” sino que se llaman a sí mismos “compañeros de tribu”. Al ultramacho Roosh no se le podía ocurrir mejor forma de identificar a los participantes en semejante botellón que ir preguntando por una tienda de animales. “Estamos todos aquí, compañero, rey mío”.