Desde que aquello tocó a su fin, la mujer comenzó a gastar invariablemente zapato cerrado, a gestionarse por sí misma la grifa, a hinchar sin ayuda las ruedas de la bici, a llegar tarde o directamente a no llegar. Sus camisetas comenzaron a oler a humedad y esgrimía con frecuencia mentiras piadosas. A partir de entonces su dieta base fueron las palomitas y su canción predilecta una sin letra. Lo hacía, sé que lo suponen, como forma de no extrañarlo o quizá como la única manera de tener un amor que por fin no la abandonara antes de lo deseable, sino justo cuando ella se hartase.
Eso sí, continúa usando el perfume de siempre. Siente que vuelve loco al hombre que todavía lleva dentro y, desde dentro, la toma.
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También fue desde que se fue que las cosas regresaron al desorden previo que había en su vida antes de que llegara el amante. Ya no era necesario recurrir al rigor que la mujer empleó en arreglar su casa con tal de contrapesar las dudas profundas.
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Tuvo algunas noches, pocas, en las que de un destello escribía el texto perfecto, indeleble. Pero de eso hace ya muchos años. Ahora usa el método inverso, consistente en escribir lenta y mal algunas premeditadas verdades. A ello lo llama, equivocadamente, depurar el estilo.
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Juro por varios dioses, todos ellos del monoteísmo, que la presencia del amante último puso en vigencia la cara y las cosas de los hombres que habían pasado por aquella mujer. Algunos de ellos llegaban al recuerdo honrados, sonrientes, delicados, llevaderos. Así la hubieran abandonado por una tía de tetas gordas.
Otros en cambio vinieron en sueños arrastrando cadenas. En penitencia, con cara de tristes tigres, malhumorados, demasiado peludos.
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Le sienta fatal todo lo que tenga gas. Se pone floja, se atora, no funciona. Hay un alfiler a punto de rozar la cabeza de su amante. Lo acerca un poco más y entonces la cabeza, por fin, explota. Eso imagina, mientras pide al camarero otro vino con gaseosa.
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Escribo esto por ver si lo lee mi vecino. Mi vecino, que aún no lo sabe, pero él es mi único y verdadero amante. Lástima que vivamos tan lejos.
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Dice mi padre: «lo que a ti te pasa, hija, es que ha salido una partida defectuosa de tíos y te la has llevado tú entera». Me muero de risa cada vez que lo dice. Es verdad. No por ello veo Sexo en Nueva York.
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Si leyera ahora mismo esto alguien sensato, le daría la vuelta y lo pondría en femenino. Le dice a uno su padre: «lo que a ti te pasa, hijo, es que ha salido una partida defectuosa de tías y te la has llevado tú entera». Sonaría machista. Por eso, porque es posible morir de viceversa, párrafos como el anterior no los pongo nunca por escrito. Y ni mucho menos los publico.
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Tan difícil no es ser inmenso. Lo que pasa es que no venden gafas de tanto aumento.
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Próximamente no habrá nada en la nevera. Días antes ya me habré inventado un mecanismo con el que sacar monedas de la cabina. Me educaron así: gasto poco, consigo algo, aprovecho todo. Para no derrochar papel escribo poesía en prosa.
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Pero volvamos al último amor de la mujer. Resulta que se ha enfadado porque esta noche se ha perdido dentro de sí mismo y ella no estaba a la puerta de su boca indicándole la salida. Tampoco le ha comprado todavía calzoncillos y no le comenta que tiene chicle pegado en las pupilas. Definitivamente, no es una buena mujer.
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En cambio, hay otras que tampoco son las mejores. Ayer sin ir más lejos a la mujer le pareció ver a su último amante paseando del brazo de una mujer mala. Tuvo el arrojo de acercarse a la escena para mirar con atención a aquella acompañante. Sí, sí que era mala, mala de verdad, incluso agresiva.
(Por la noche, cuando se quita la cresta, la acompañante agresiva descubre que ella también es débil, y bajita).
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«¡Esto no es un simulacro!», escucho gritar a mi hija, cuando juega a haber nacido.
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Los lectores más avezados ya se habrán dado cuenta: yo soy la recién abandonada, la hija que no tengo, mi amante último, los anteriores, el padre, el vecino, la escritora. Y la mala mujer, y la mala mujer, y la mala mujer.
Incluido en Vuelo Doméstico (El Gaviero, 2014)