Dicen las crónicas que estas tres palabras del título se las dedicó un iracundo Winston Churchill al embajador español republicano Pablo de Azcárate en 1936. Si las tomamos como una somerísima descripción del espíritu español, yo diría que nos clavó.
Franco sigue vivo. Desde mi humilde y siempre condicionado punto de vista, este es el gran problema de España. La causa primera y última de casi todas nuestras zozobras y desdichas y también del actual estancamiento político e institucional. Nunca llegamos a matar a Franco. El viejo tirano sigue vivito y coleando, basta para comprobarlo con echar un vistazo a los foros de Internet donde chiquillos imberbes sobreinformados, nacidos en el estado del bienestar, pero perfectamente adoctrinados para el resentimiento, siembran y recogen bilis a costa del dictador (a favor o en contra). Nos damos cuenta así de que la lúgubre sombra del General, mucho más larga que su exiguo cuerpecillo, se extiende por doquier, cuarenta años después de su muerte.
He aquí el botón de muestra: el verano pasado, una internauta a la que una servidora no tenía el gusto de conocer (ni ella a mí tampoco) me llamó “franquista” porque se me ocurrió airear mi condición de creyente, algo que no estaba fuera de lugar pues debatíamos en una web de contenido metafísico. Esto se llama falacia de asociación, pues supone que, si Franco era creyente y yo lo soy también, es “evidente” que yo soy franquista (¿?). Esta es una prueba más de lo que yo llamo “encajonamiento ideológico”, un mal endémico de nuestra desmadejada piel de toro, un sesgo de cognición que obliga a quien lo padece a colgar peligrosamente del extremo de la rama, sin miedo al vacío, a pesar de que el centro de la misma se haya seguro y a su alcance.
Borges argumentó que llamar fascista a alguien solo porque no es comunista, equivale a llamarle musulmán, sólo porque no es católico… En España la diversidad, el mestizaje de ideas o el criterio independiente suponen casi una misión imposible. Tienes que tomar partido: si no odias “todo” lo que amaba Franco, y amas “todo” lo que él odiaba, eres un cerdo fascista, y punto pelota. Y, claro, nadie quiere que le llamen “cerdo fascista”. Esto es sectarismo, pero en España se considera puro método. Esta y no otra es la razón de tanta amargura y despropósito… y de tanta tontería como estamos viendo últimamente por parte de alguna alcaldesa retroprogre estancada en el 36. Este es el motivo por el que, por poner un ejemplo, algún desnortado director de cine español hace el más espantoso de los ridículos al renegar públicamente de su país mientras recoge un premio pagado por los súbditos de ese país del que está renegando. “¿Franco era patriota hasta el esperpento? Pues yo disfruto cuando el Liverpool le mete cinco al Real Madrid. ¿Franco era católico-apostólico-maniático? Pues yo proclamo triunfalmente mi ateísmo delante de 300 millones de norteamericanos cuyo lema es ‘In God we trust’. Pa chulo yo”. Y pa tonto también, porque si tú necesitas el ideario de otro individuo para, por contraste, poder configurar y organizar el tuyo, es que de personalidad andamos justitos, por muy cineasta que seas.
El odio del que hacemos gala los españoles se podría poner en un marco. Es un odio redondito, perfecto e inmarcesible, una monada. Es algo oscuro y añejo que va mucho más allá de los naturales desacuerdos ideológicos entre partidos. Ese es el problema más grave y difícil de solventar que yo veo y que sí nos diferencia de otros países, aunque nos cueste reconocerlo. Los alemanes mataron a Hitler hace mucho y siguieron adelante, con algunos corpúsculos neo, pero adelante. Aquí todavía no hemos matado a Franco... El dictador sigue campando por sus respetos (y muerto de risa, diría yo, al ver cumplida su profecía de que España no sirve para la democracia). No sé si se me entiende, no estoy hablando sólo de lo que haga o deje de hacer la derecha, estoy hablando de lo que hacen todos, porque todos hablan y actúan en función de que se note bien pronto cuál es su postura respecto a Franco. La Guerra Civil nunca terminó. Nunca se pidió perdón, y nunca se perdonó nada, por lo que nunca hubo reconciliación, y esto hace que el "milagro" de la Transición no pueda ser llamado de otra forma.
Esa inquina vieja y retorcida se nota cada vez que un político patrio, sea del bando que sea, abre la boquita y escupe. Somos una nación cainita, machadiana, de rancia raigambre fratricida. "No pienso pactar con los rojos-marxistas-bolcheviques", claman unos, "no pienso pactar con los fachas-curas-caciqueros", contestan los otros, bien delimitaditas las fronteras de sus patios. “¿Por qué no voy a robar yo si los rojos de González se pusieron las botas?”, vuelven a decir los primeros… Todos iguales, porque todos intentan ser diferentes de los rivales, y todos hermanados por el mismo odio que, una vez más, a todos nutre y desvirtúa… “Blood, blood, blood”. Nunca escaparemos de la Batalla del Ebro.
Y así, a golpe de bilis, libertad con ira y etiquetazo, nos pueden dar las uvas. Que nos darán.