Rilma miró la polea sola en el travesaño y supo que la soga y el cubo habían caído al pozo. Tendría que meterse. Era lo único por hacer, su padre le enseñó desde niña que no esperara que le resolvieran las cosas: ayuda a tu madre, dijo antes de morir. Y se acostumbró a resolverlo todo.
Con calma miró los alrededores del patio de casa. Se quitó el vestido de tela de algodón, quedando en ropa íntima, para bajar en busca del cubo.
Descendió con cuidado por las paredes mohosas. Tres metros llenos de verdín que se le iba impregnando en las manos, manchándole el anillo que su padre le regaló al cumplir los quince.
Tomó el cubo sin soltarse de unas rocas salientes de la pared, justo cuando unas sombras la cubrieron.
Reconoció la voz de su primo Gerardo y uno de sus amigos.
- Vas a ir a entrenar.
- No sé.
- Todavía piensas en tu prima.
- Es mi prima y no puede gustarme –gruñó.
- Se te pasará. –El amigo hizo una pausa y se recargó en el brocal, dejando caer ese polvillo de roca vieja- ¿Se ha dado cuenta?
- Para nada, cuando nos vemos, digo o hago cualquier majadería para despistar –Rilma sonrió mientras intentaba, untando la mano en la pared, limpiar el verdín que se había quedado en su anillo. Los últimos dos años, su primo Gerardo le resultaba súper atractivo. Iba a verlo meter goles en los partidos de fútbol. Era el ídolo del pueblo y todas sus amigas morían por él.
- Mejor no vengas a esta casa, así evitarás las tentaciones.
- Vengo a ver a mi tía. Pero hoy no hay nadie. No vayas a ir con el chisme. –dijo golpeando en el muslo a su amigo.
Las sombras se esparcieron. Rilma feliz por la noticia, sonreía ruborizada. Subió distraída, llevaba los pezones endurecidos por el contacto con el agua fría. La lámina del cubo iba aporreándose en las rocas mientras escalaba. El anillo salió de su dedo y al intentar cogerlo, resbaló, golpeándose la cabeza entre las rocas. Segundos después su cadáver apareció flotando. Tenía los cabellos en movimiento, como medusas negras intentando escapar y buscar refugio entre las sombras.