Piedra de Tulumba
Sergio Manganelli
El agua viaja limpia y generosa esculpiendo las piedras y mudando la arena en el lecho del río. Es una arteria helada irrigando a la vida, fecundando en su cauce el verdor de las Palmas, la flor del Algarrobo o la espina del Tala. Alimentando mi alma con su leche incolora. Tengo la espalda recostada en una anciana roca, que lo ha vivido todo hace miles de siglos. Que ha visto madurar los frutos de la historia, torcer su rumbo al río, envejecer al niño que jugaba a su sombra y ya no regresar al abuelo de espinazo vencido. La piedra inamovible, que cada tarde espera, a algún triste que venga a apoyarle la espalda.
Y más allá dos pájaros bailando su amorío, él a pluma expandida, con pasos ampulosos y tranco decidido; ella ya convencida de reinventar la especie.
Imaginé la escena semanas a futuro, disfrutando el aroma de hierbas encestadas, la tibieza del huevo, la firmeza del nido y hasta escuchando luego el sordo griterío, que demanda la oruga o el gusano jugoso para colmar las ansias de un almuerzo tardío.
Entonces otro viento sopló y abandoné la piedra, no sin antes palmearla, dejando que se escurran un suspiro aliviado y un guiño agradecido.