Vuela
Pepe Pereza
Afuera empieza a amanecer. Veo pasar a los primeros transeúntes. Gente que se dirige a sus respectivos trabajos. Personas normales que llevan un horario normal y hacen cosas normales. Ahí van, estresados desde el mismo instante que han puesto los pies en el suelo. Y es que, aquí, en el Norte, las cosas van más deprisa. Supongo que nos movemos más rápido para sacudirnos el frío de encima. Me enciendo un cigarro y echo el humo contra el cristal de la ventana. Pretendo difuminar la imagen que recibo de la calle, filtrarla en volutas grises para que parezca menos real. A estas horas tan tempranas la realidad nunca ha sido de mi agrado.
El tubo fluorescente de la cocina falla y no termina de encenderse. Parpadea y crea un efecto estroboscópico que me pone de los nervios. Me subo en una silla y toqueteo el cebador hasta que consigo que la luz permanezca estática. Solucionado el problema me queda la duda de para qué he venido a la cocina. No lo recuerdo, así que regreso al salón. A pesar de llevar toda la noche en vela, aún no tengo sueño. Decido hacer un último intento. Me siento frente al ordenador y apoyo los dedos sobre el teclado. Si al menos pudiera escribir unas pocas líneas. Con eso me conformaría. Acabo el cigarro que estoy fumando y me enciendo otro. Al cabo de unos minutos la pantalla sigue en blanco. Me rindo.
Ha empezado a llover. Veo los goterones precipitarse contra los cristales de la ventana. Es reconfortante estar acostado en la cama, bien calentito y sentirse libre de los envites climáticos. Pongo la radio y apuro el dial en busca de un programa que sea de mi gusto. Pero a estas horas los locutores están bastante alterados y la música que pinchan es demasiado movida. Prefiero el repiqueteo de la lluvia y el murmullo del tráfico. Poco a poco, voy entrando en un apacible duermevela. Justo cuando estoy a punto de quedarme dormido, una frase se cuela en mi cabeza. Es de las buenas. Serviría perfectamente para el principio de un relato. Debería apuntarla antes de que se me olvide. Encima de la mesilla tengo un bolígrafo y la libreta de notas. Las gafas las he olvidado junto al ordenador. De mala gana me incorporo y salgo de la cama. Con el albornoz puesto retorno al salón. Cuando el programa de inicio termina su ciclo, abro un archivo de texto y anoto la frase en él. Una vez escrita compruebo que no es tan buena como pensaba. La borro. Dudo entre seguir aquí o volver a la cama. Tengo frío, así que opto por lo segundo. Antes, me paro a leer, por enésima vez, el mensaje que ella me dejó en el Smartphone ayer. Viene a decir que lo nuestro está terminado y me pide que la deje volar. Tengo su foto a la vista encima de una de las estanterías. La cojo y la saco del marco. Por un momento me quedo observando su cara. Luego rompo el retrato y arrojo los pedazos por la ventana.
- Vuela alto.
Me duele la cabeza y siento una especie de vacío en el estómago que no es hambre, es otra cosa.
De vuelta en la cama. Hasta aquí llegan los ruidos propios del edificio. El ascensor subiendo y bajando, puertas que se abren y se cierran, voces, pasos… Oigo cómo el motor del mundo se pone en funcionamiento, crujiendo, rechinando… Mientras que yo, poco a poco, voy quedándome dormido.