Vapores
Paco Piquer
- ¡Hola, amigo! Mí Abdul, Abdul, non dimenticare – se ha dirigido a mí en una mezcla de castellano e italiano perfecta para los fines que persigue.
Con toda probabilidad, Abdul ha memorizado frases hechas en distintos idiomas que le permitan, si el cliente queda satisfecho, trocar esa satisfacción en una agradecida propina.
- Abdul, Abdul, no olvidar, do´nt forget.
Abdul, hace unos minutos, ha maltratado con experiencia mi cuerpo con sus rudas manos, arrancándome de la placidez del calor y de la niebla del vapor que tamiza la luz en la gran sala circular donde me estaba adormeciendo a pesar de las conversaciones en voz alta, de los gritos de los masajistas para hacerse oír; para ordenar a los que allí estamos tumbados sobre el mármol blanco que nos levantemos o nos demos la vuelta y enjabonarnos.
En el antiguo hammam Çemberlítas de Estambul turistas e indígenas nos confundimos bajo el escueto paño blanco y rojo que nos cubre apenas, tumbados sobre la enorme piedra caliente y circular. Los masajistas se afanan en atendernos. El masaje con espuma de jabón es un descubrimiento. No hay sofisticación alguna, ni discriminación en el trato. Los cubos de agua fría son arrojados sin miramientos sobre los cuerpos sudorosos, sean nativos o foráneos. Casi desnudos, los cuerpos no saben de razas, procedencia ni extracción social.
Reconozco que he buscado este hammam, antiquísimo reza su publicidad, para recuperar, para comparar sensaciones que aprendí a apreciar, a valorar en su justa medida años atrás cuando, por motivos profesionales, residí casi dos años en la isla de Djerba, en Túnez, donde descubrí su placer.
Mi secretaria y mi ayudante, árabes ambos, se referían, cuando les preguntaba sobre sus actividades en sus respectivos días de fiesta, a sus rezos, a su familia y al hammam; algo que intuía enmascarado bajo el nombre de “baño turco” o el aún menos aproximado de “sauna” y al que ellos se referían como algo vital, como un rito ineludible.
Cuando, de la mano de Slah Skiri, mi ayudante, pude, gracias a mi insistencia y a mi curiosidad, disfrutar plenamente del placer de su utilización, comprendí que el hammam significaba, más que calor y humedad, agua y sudor, una filosofía, un emblema, como la religión purificadora del cuerpo que los árabes habían incorporado a su cultura, extendiéndolo a donde ella había llegado.
En sus silencios pude meditar decisiones; durante las charlas, que surgían espontáneas, compartí alegrías con los que, conmigo, disfrutaban de sus vapores.
El placer del sudor que limpia, el gommage posterior para eliminar las células obsoletas de la epidermis, el vapor de nuevo, el reposo final… El masaje con aceites si se desea complementar momentos inolvidables bajo manos expertas. Un té para recuperar fuerzas.
Cuando viajo, busco en la guía de la ciudad que visito la publicidad de un hammam. Siempre hallaré un momento para reposar en él mis agotados huesos de turista. Guardo un especial recuerdo de uno en Córdoba; luz de velas, cálida intimidad. Recuperación absoluta de la cultura andalusí. Arcos labrados, mosaicos inolvidables.
O el del Balneario Gellert de Budapest, vestigios evolucionados de la dominación turca de Hungría.
No recuerdo cuantas veces habré visionado la película “ Hammam”, del turco Ferzan Ozpetek, donde el protagonista hereda un antiguo hammam casi destruido en Estambul y, fascinado por el hechizo de sus bóvedas y su significado, abandona carrera y esposa en Europa para reconstruirlo y vivir una historia de amor que se gesta sobre sus piedras calientes.
Pero… estoy divagando.
Estoy en Estambul, recuperándome de mi desnudez de hace unos momentos.
- ¿Dónde estabas? – Pregunta mi amigo, que se viste también en la estrecha cabina del Çemberlítas.
- Muy lejos – respondo.
Abdul, no lo he olvidado, espera cerca de la salida.
Junto con mis monedas va mi abrazo agradecido. Aunque no entienda bien el porqué de mi gesto.
