El Vampiro
Jesús Zomeño
Holmes se sacó la astilla del dedo. En ese momento, una gota de sangre fue creciendo en la yema del dedo hasta caer al suelo. Holmes se desmayó.
Se despertó excitado. Una enorme erección le abultaba en la entrepierna. No había nadie en la cripta. Holmes estaba sorprendido. Intentó recordar lo que había soñado, pero era inútil, no le encontraba explicación a aquella excitación.
Miró la herida, la sangre estaba seca pero se chupó el dedo por impulso. Se preguntó si se habría convertido ya en uno de ellos. El vampiro yacía sonriente, con la estaca que le atravesaba el pecho y lo clavaba al ataúd, totalmente desnudo.
Nunca hubiese pensado que Drácula fuese hermafrodita. Tenía un pene pequeño, es cierto, pero debajo la vulva era generosa. Eso atrajo el interés de Holmes, más que el misterio de su inmortalidad. Le levantó el pene, para apartarlo, e intentó comprobar si la vagina tenía profundidad. Su curiosidad era un poco comprometida, pero no había nadie y, de hecho, aquel orificio estaba bien lubricado.
La eternidad del vampiro difuminaba los límites de su muerte, reflexionar sobre esa contradicción lo excitaba. Era un reto intelectual.
Holmes pensó experimentar, aprovechando su erección, pero el vampiro estaba dentro de una caja estrecha y con una estaca que le sobresalía más de veinte centímetros por el pecho. No podía tumbarse a su lado, tampoco encima. Después de comprobar que era imposible, le avergonzó su propósito.
Volvió a chuparse el dedo y arañó la herida con los dientes para que volviera a sangrar. Se preguntó si los vampiros se masturban así.