Tantas Cosas por Decirte...
Javier Neila
La anciana se acerca a la lápida. Su cuerpo encorvado rezuma resignación y nostalgia. Sus movimientos, aun torpes, son elegantes y armónicos. Una señora de verdad, lo es toda la vida. Las ligeras gotas de lluvia empapan su cara y recorren escalonadamente las grietas que cuartean su frente; cogen velocidad en sus pómulos huesudos, y quedan retenidas en los surcos de sus labios; goteando luego por la angulosa barbilla, hasta caer sobre el abrigo. Quizás el agua que la empapa intente suavizar sus rasgos endurecidos, y recuperar aquel rostro hermoso y dulce de antes. Si lo puedo hacer con la roca –piensa el agua- lo puedo hacer con quien en su día llamaron hermosa.
El viento silba entre los árboles, mientras un grajo negro grazna y aletea ruidosamente, intentando llamar la atención de una hembra. Todo está verde; incluso las figuras de piedra y mármol. Un ángel mutilado parece mirarla maliciosamente. Otro sin media cara, simplemente se ríe de ella. Las flores de plástico descoloridas de los muertos olvidados, se hacinan en el cubo. Justo al lado, en la fosa común, gritan sus nombres en silencio los cadáveres anónimos. Hace frio. Muchísimo frío. Pero su piel está curtida y su corazón helado, y eso le inmunizan contra cualquier cosa que venga de fuera. Es lo único bueno del dolor de corazón. Que te hace más fuerte y desaparece con los años. O eso lleva intentando creer toda su vida.
Las ancianas que fueron hermosas dejan la sensación amarga de que lo que se fue no vuelve jamás. Nos miran con sus ojillos aún brillantes que dicen, contrariados, que el tiempo se ha ido sin avisar; como arena entre los dedos; como niebla al amanecer. Un día te despiertas y eres vieja. Y eso es estar en la antesala de la muerte. Porque sí…porque ya toca. Porque es lo que hay. Estás en tiempo de descuento. La prórroga se acaba…
La mujer se arrodilla ante la tumba. Aprieta la comisura de sus labios y entorna los ojos. Aflora ternura. Intenta recordar su cara pero lo primero que le viene a la cabeza es su voz susurrante y su olor. Que imprevisible es la memoria, y como puede albergar emociones, sentidos y sentimientos que creíamos olvidadas bajo la losa del tiempo. Luego, como en un lienzo, empieza a dibujar sus ojos verdes y su sonrisa limpia, sincera, hermosa. Piensa en el tacto de sus manos sobre sus senos. Se le escapa una leve sonrisa y le invade un rubor casi adolescente. Empieza a recordar. Recuerda el día en que sintió por primera vez la necesidad animal de volver a verlo, a cualquier precio y en contra de toda moral establecida. Recuerda la tarde en que no podía parar de reír, escuchando sus historias mitad reales, mitad inventadas. Recuerda cómo buscaba rozar sus manos con las de él, con cualquier excusa, sintiendo miedo y atracción a la vez. Recuerda la noche en que olvido quién era, para perderse en su mirada y su boca; pupilas dilatadas y temblorosas, respiración profunda, suspiros entrecortados; y el corazón que bramando desbocado le hacía decir…”llévame a dónde tú quieras, como si no hubiera mañana…”
Recuerda también cuando partió voluntario al continente para luchar contra las tropas del Káiser…desoyendo sus súplicas…aquellos diablos de cascos de pincho y cuyas atrocidades mencionaba continuamente la prensa…Las semanas y los meses sin saber nada de él, sufriendo por un amor imposible que era lo único real en su vida, yendo a diario al Ayuntamiento, con cualquier excusa, para buscar su nombre en las listas de los caídos por Dios y por el rey Jorge V de Inglaterra…Luego el reencuentro, tras su alta del hospital de veteranos de Birmingham…y la vuelta al juego peligroso de verse a escondidas, transgredir reglas y compartir miradas cómplices durante el sermón del Padre Williamson, en el oficio de las diez, todos los domingos. Mientras, la Iglesia de Santa María Virgen, de Tutbury, rebosante de feligreses, era un hervidero de murmuraciones y miradas de desaprobación. Ella, sin quitarse el velo, permanecía arrodillada sobre los cojines de punto junto al coro; miraba las vidrieras normandas del retablo de la iglesia de piedra, y le pedía a Dios que le diera fuerzas para dejarlo, para olvidarlo. Mientras, no dejaba de pensar en su próximo encuentro.
Todos estos sentimientos y emociones hierven en la cabeza de la mujer. Empieza a llorar. Al principio, reprimidamente; pero se cerciorara de que nadie la ve, y entonces no encuentra más límites que su propia respiración. Llora desconsolada sobre la tumba del amante que no ve desde hace 50 años. Y lo hace por todo lo que no ha llorado en ese tiempo. Llora por la única persona con la que se sintió realmente libre y feliz. Viva. Y porque pasó toda su vida sin atreverse a buscarlo, pero deseando que algún día llamara a su puerta. Llora porque escuchó a su cobardía y no a sí misma, y eso hace que se sienta viuda teniendo marido; y porque el mundo, hoy, es más gris y estéril que nunca. Y no parará de llorar, en definitiva, porque hizo de su vida lo que se esperaba de ella, y ahora le pide al cielo el imposible de una segunda oportunidad.
Pone dos rosas rojas junto a la tumba. Se reincorpora. Se seca las lágrimas. Se acicala el pelo.
-Tenía tantas cosas por decirte y que nunca te dije…y tantas que tenía que haber callado…