Poemas
Javier Cánaves
HERMOSOS Y MALDITOS
Aquel sol casi nos hace trizas.
Aullaban los monos y los pájaros,
un ejército de insectos gigantes e irascibles,
el mundo entero vociferaba en un idioma primitivo y olvidado
cuando abriste la boca
y me miraste
como si de pronto el futuro
no tuviese secretos para ti.
Éramos los primeros
o lo últimos seres humanos
que habitaban la Tierra
y tú querías saber
si mordería la manzana.
Aquel calor nos destrozaba los nervios,
nos colocaba al borde de la misma locura
o lucidez.
Busqué una sombra
y rehuí tus ojos.
Tenía miedo
de la cruel pitonisa
en que te habías convertido.
No está lejos el tiempo en que ya no me querrás,
dijiste.
Dijiste: te encerrarás en tu habitación y escribirás un poema
que hablará de este día, un poema largo y defectuoso,
y yo andaré con otro
y tú con otra y dudaré
y dudarás si fue real este momento,
este calor intolerable,
estas palabras que ahora escupo.
Llegaremos a odiarnos y será entonces cuando estemos
más cerca del Amor,
dijiste.
Dijiste: habrá pureza y violencia y por un instante
seremos como ángeles caídos
incapaces de recordar
el cielo del que fueron expulsados.
La caída, dijiste, como única certeza golpeándonos
en las noches más fieras,
éste será nuestro destino
hasta que lo olvidemos
o sea él el que se olvide de nosotros.
Entonces ya podremos
comprarnos otro. Siempre hay
destinos en oferta.
Con cuatro arreglos y una mano
de pintura
parecen como nuevos.
Esto no sé si lo dijiste, la verdad.
Tampoco puedo recordar
si aquella noche en San Miguel
de las Casas, hicimos el amor.
Tal vez soñara tus palabras,
aquel viaje fugaz
en que fuimos hermosos y malditos
pero con menos presupuesto.
A su manera extraña, todo fue necesario.
Ahora escribo el poema
y tú sigues aquí.
EL DON DE LA TRISTEZA
La tristeza es un don, como la
embriaguez, la fe, la existencia
y como todo cuanto es grande,
doloroso e irresistible. El don de
la tristeza...
E. M. Cioran
El latido que media
entre decir o no decir te quiero.
Los nexos invisibles que nos atan
a una forma de olvido, a unas piernas,
al nombre que se inscribe en una lápida.
Se amontonan facturas, planos enmohecidos
de ciudades deshechas,
fetiches que nos miran
con la tristeza mansa de saber que son humo,
las víctimas perfectas
de nuestra rendición o desconcierto.
El latido que media
entre el que salta y el que no, la vida
que estalla en las burbujas
del agua que calientas para el té de las cinco.
El modo en que la luz dibuja puentes,
detonaciones sordas,
el caligrama absurdo de todos estos años.
Es tentador pensar que no sirvió de nada,
pero está la tristeza,
su extraño don,
esta manera imbécil de amar el mundo, todo
lo que sabes inútil
y no quieres perder
y perderás.
La tristeza que todo amor precisa
para ser de verdad y para siempre.