El Pasado no Acaba Nunca de Pasar
Itziar Mínguez
Autor: Luis Landero. El Balcón en Invierno. Colección Andanzas. Tusquets Editores. 248 páginas. 2014. 17€.
Luis Landero ha escrito un libro de memorias que se lee como una novela y donde el pasado del autor y las personas que lo pueblan se convierte en un una suerte de lugar ficticio habitado por personajes que difícilmente se borrarán de la memoria del lector. He leído El balcón en Invierno con un nudo en la garganta, con una congoja casi infantil, vergonzante. Cuánta emoción hay en la pluma precisa de Landero y, precisamente por eso, qué difícil es hacer una reseña de su libro sin tener la sensación de estar cayendo en la simplificación.
Me sucedió leyendo El balcón en invierno que terminé haciendo mío el pasado de Luis Landero. Da igual que no compartamos generación, ni procedencia, ni experiencias vitales. Su primo Paco es mi primo Paco. Su madre podría ser la madre de cualquiera que se asome a sus páginas. El pueblo del que procede el autor no deja de ser el paisaje de la infancia que todos, en mayor o menos medida, compartimos. Y el balcón, desde el que Landero observa su vida, en invierno, junto a su madre, es esa atalaya privilegiada desde la que a todos nos gustaría poder calibrar nuestro pasado, observar nuestro presente y proyectar nuestro futuro. Luis Landero utiliza el castellano de una forma magistral. Esto no es nuevo. Nos lo recuerda en cada uno de sus libros. Su lenguaje es una maquinaria de precisión exquisita capaz de emocionar hasta la médula, desde la sencillez, desde la honestidad. No se puede escribir así sin ser auténtico, no se puede servir verdad sin ser verdad y eso que Landero es un mentiroso. Ojo, no lo digo yo, lo dicen todos en su familia, empezando por su madre. Cuando ella le pregunta, en ese balcón en invierno: “¿Por qué te ha dado últimamente por preguntar tanto?”, Landero contesta: “Le dije que estaba escribiendo un libro sobre la vida de todos nosotros”. Y su madre le recrimina: “Con lo mentiroso que has sido siempre, habrá que ver lo que cuentas ahí” a lo que Landero responde: “No, esta vez no hay mentiras. Es un libro donde todo lo que se dice es verdad”. Todo es verdad. Yo, desde luego, me lo creo a pies juntillas, hasta la anécdota de Sofía Loren que Landero confiesa haber contado siempre como verdad siendo mentira. Pues yo creo que hasta eso es verdad. Se habla mucho de la verdad en este libro y, tal vez, lo que hace que sea tan acongojante es que transmite la certeza de que en la madurez hay que hacer una revisión de lo pasado, de los recuerdos que hemos ido modelando bajo la batuta de lo conveniente, y despojarlos de aquellos adornos que nos han hecho más fácil la existencia. En definitiva, quitar a los recuerdos la pátina de benevolencia con que han sido cubiertos. Ese ejercicio lo hace Landero en uno de los pasajes más emotivos del libro, cuando sale de la habitación en la que su padre agoniza sin tan siquiera despedirse de él. Lejos de convertirlo en algo anecdótico o simplemente trágico, da la impresión de que Landero reconstruye su vida desde aquel “error”; error fundacional sobre el que edificó su vida, una vida que mira sin amargura, sin artificio, sin tratar de salir favorecido en el autorretrato que de ella hace. Escribe Landero: “Ahora miro atrás y solo veo un paisaje de escombros. Un desastre, como dijo tío Ignacio al ver las ruinas romanas”. Su hondura reside en esa manera de hilar las reflexiones más profundas con las cuestiones más sencillas, en la forma de explicar el mundo y sus contradicciones del mismo modo que habla de las interminables discusiones familiares sobre aspectos triviales o de los sueños y su evolución (los sueños evolucionan, sí…) a través de la vida del primo Paco, a quien ya tengo el lujo de conocer y haber hecho mío y a quien Landero describe como: “los escombros de un sueño”. Escombros, sí, pero sueño aún. Igual que hace Quevedo en su Amor constante más allá de la muerte : “Polvo serán, más polvo enamorado”, así Paco y sus sueños: escombros, pero sueños.
econozco que, además de emocionarme, El balcón en Invierno me ha obligado a echar un vistazo sobre mi propia vida, sobre lo que somos cuando aún estamos a tiempo de seguir siendo, de continuar construyéndonos aunque solo sea para arrojar la mirada desde el balcón de cada uno, desde la particular atalaya, observando desde ella el caprichoso vaivén de nuestra existencia, el lento fluir de ese presente del que somos responsables y de un pasado que, en palabras de Landero: “no acaba nunca de pasar”.