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ISSN 1989-4163

NUMERO 61 - MARZO 2015

Porno Duro en San Valentín

David Torres

 

No me fío mucho de las reseñas negativas de 50 sombras de Grey porque lo más seguro es que la mayoría de los críticos se hayan leído el libro. Les puede la profesionalidad y no acaban de comprender que este libro no está hecho exactamente para leerlo sino para ponerlo en práctica. Venderlo en librerías es una ordinariez: deberían venderlo en las farmacias y además con toalla en lugar de un marcapáginas. Enfadados con la superficialidad, la ñoñería y la prosa de grandes almacenes de la novela, los críticos pasan por alto que este libro ha salvado la vida sexual de muchas mujeres, de muchos hombres, de algunas parejas heterosexuales e incluso de algún matrimonio. Sobre todo, de los que no lo han leído. Además ha dado lugar a intensos y sesudos debates intelectuales; recuerdo un foro de lectoras donde una señora que se definía como psicóloga, cincuentona, freudiana y bilbaína (más o menos por ese orden) defendía la novela a capa y espada y decía haber redescubierto su libido gracias a cierto pasaje del libro y unas bolas chinas. Eso sí, ella escribía “livido”, que es más o menos como me quedé yo después de leer su comentario.

En experiencias de sadomasoquismo, lo más fuerte que yo he oído nunca es lo que contaba una amiga mía que le ocurrió la primera y última vez que se acostó con un ligue suyo. No es que el tipo le sacara esposas, ni látigos, ni vasos de helado, ni nada de esa parafernalia costosísima que hace pensar en una perrera de segunda mano. Es que se sacó la ropa, se le trepó encima con sus varios michelines y ciento y pico kilos, y se le quedó dormido en mitad del coito. Al principio, cuando retumbaron los primeros ronquidos, mi amiga pensó: “Espera, esto debe de ser una broma”. Pero al rato ya comprendió que no, más o menos cuando notó que aquello debía de ser contagioso porque se le habían quedado dormidas las piernas. Bruscamente, los ronquidos cesaron en un acceso de apnea que se prolongó durante un minuto interminable y entonces mi amiga pensó que el hombre se le había muerto allí mismo, aparcado de satisfacción, y que ella sola se había metido en una historia de Stephen King. O más bien debajo.

Mi amiga no sacó ningún video ni ninguna novela de esta experiencia límite, únicamente la costumbre de aderezar una futura velada de sexo anónimo con té o café en lugar de alcohol, y de tener siempre a mano un alfiler. En cambio, de 50 sombras de Grey han sacado ya una película cuyas mejores críticas aseguran que no le llega a los talones al libro: cómo debe de estar el celuloide. En cualquier caso, en un mundo donde una mujer muere a golpes cada treinta segundos y en un país donde el maltrato de género es el deporte nacional, es lógico que triunfe una ficción donde una mujer es maltratada, humillada y golpeada por un sádico baboso, gomoso y millonario. Y que a ella encima le guste, como a los pobres de solemnidad sodomizados por los bancos, las criaturas del Señor estafadas por hipotecas y las almas de cántaro que siguen votando al PP.

 

 

50 sombras de Grey

 

 

 

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