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ISSN 1989-4163

NUMERO 61 - MARZO 2015

Un Verano en la misma Ciudad

Cayetano Esparafucille

 

Era de noche y habíamos quedado para ver juntos las estrellas fugaces. Para eso me llevé una toalla grande con la intención de sentarme junto a ella y un jersey que resultaba algo ridículo cuando tenía puesto el bañador todavía.

-Suelo bajar a la piscina a ver las estrellas.” Qué, ¿Te vienes esta noche? Al parecer lo de hoy de las estrellas fugaces va a dar que hablar…”

Y ella dijo que sí. La cuestión es que puedo ser mucho más sutil, más ingenioso incluso pero aquella mujer se reía de todo, entregada, sin que tuviera que hacer ningún esfuerzo y me acomodé, con eso de que era verano, a algo así como mi perfil bajo en cuanto a seductor.

En estos casos lo mejor es siempre ir sobrado y no lo hice adrede pero iba bien la cosa. Nos encontramos debajo de la farola, junto al club de la urbanización.

Ella apareció con una sudadera de Fido Dido encima y unos pantalones vaqueros muy cortos. Unos pantalones vaqueros cortados, deshilachados por abajo, tan cortos que me planteé seriamente su utilidad. Desde que la vi de lejos me sonrió, como queriendo evitar reírse, bajaba la cabeza y si la levantaba un poco para mirarme se reía y miraba para los lados y luego otra vez al suelo.

-Hola feo.

-Si paso frío te pido los pantaloncitos.

Nos encaminamos a la piscina que tenía un jardincito alrededor y allí nos acomodamos los dos sentados mirando hacia arriba en la toalla traída al efecto.

-¿Ves alguna? –le dije distraídamente.

-No. ¿Y tú?

-No. La verdad –le dije y la miré frunciendo las cejas, para resultar interesante- es que yo hace tiempo que solo te veo a ti.

Y así todo el rato. Era lo que me salía. Algo dentro de mí me dictaba la frase facilona. Estaba plagiando a películas míticas… que evidentemente ella no había visto. Pensé para mí que debía creer que era un genio. Le brillaban los ojos e incluso me pareció notar un ligero bizqueo que la hacía muy linda.

De pronto sonaron cohetes, que se celebraban las fiestas patronales en el pueblo de al lado y allá fui yo…

-¿Son cohetes o los latidos de mi corazón?…

En sus ojos pude ver la entrega, el momento justo, ni antes ni después, le sujeté levemente la barbilla, la atraje hacia mí y la besé.

No me resultó tan placentero como me debía haber resultado. Y me doy perfecta cuenta de la razón por la que no había resultado la cuestión. Me doy cuenta de que fue por aquello de cambiar “cañonazos de los alemanes” por cohetes: me hizo sentir sucio. Acababa de descubrir el plagio. Sin saberlo, me había topado con la seducción barata e insensible, con “el fin justifica los medios”, en definitiva, con un camino que no quería que fuera el mío.

Eso lo sé ahora. En aquel momento en vez de sentirme mal por mi mismo le eché la culpa a ella. Una chica demasiado simple. Una chica que no conocía ni “Casablanca” ni “West Side Story”.

No bajé a la piscina al día siguiente porque no quería encontrarme con ella. Ni el otro. Tardé unos días más en volver a pasar por la piscina de la urbanización o por el club en la que sabía que podía estar ella. Me ponía mis gafas de sol y me iba hasta el cine de verano para ver que ponían.

Una de las veces decidí ir al cine. Volví tarde y vi las luces del club encendidas. Me acerqué por curiosidad. Ya se me estaba pasando el mal rollo y quería volver a tener contacto humano. Me asomé a la ventana del club para ver quién había por allí. Para mi sorpresa, dentro estaba ella, bailando. Solo podía verla a ella dando vueltas sobre sí misma, al son de la música, casi en trance daba vueltas al son de la canción, como un derviche. Cuando terminó se puso a reír… yo me había acercado para poder admirarla mejor: el balanceo de su pelo, sus labios cantando, sus ojos cerrados y sus vueltas…

Cuando acabó la canción me descubrió a través de la ventana, debajo de la farola, mirándola, iluminado yo mismo, descubierto, admirándola, entonces me echó esa mirada.

Si una imagen vale más que mil palabras, declaro que igualmente aquella mirada, aquel rostro hermoso que pasó de la sonrisa a la más cortante seriedad, como un fotograma congelado, aquella chica me dijo mil cosas:

“…vete de ahí, llegas tarde, me has perdido, no te dejo que me mires, me desagradas, me hiciste sentir estúpida, me hiciste esperar estos días, me quedé esperándote, si no querías nada de mí no debiste besarme, no debiste contarme aquellas cosas, no debiste intentar seducirme sin querer, me gustabas, pero has dejado de gustarme, porque me gustabas, y mucho, el silencio de estos días me ha hecho darme cuenta de tu error, no debías tratar así a una chica, no se evita encontrarte con una chica que has besado la noche anterior, eso es muy feo; si has recapacitado y ahora te gusto: te jodes, me da igual, guárdate tus frasecitas y tus posturas, que me gustaban pero me han dejado de gustar, porque creía que las ponías y las decías porque yo te gustaba a ti y eso era suficiente, vete al cuerno, no me mires siquiera y si quieres seguir mirándome hazlo porque lo único que puedes producirme ya es indiferencia, ya pasó el momento mágico, ya no sabrías qué hacer para seducirme simplemente porque yo ya no estoy dispuesta, lo que antes te había hecho fácil ahora es imposible, se pasó la magia, se terminó,…”

 

 

 

Un verano en la misma ciudad

 

 

 

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