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ISSN 1989-4163

NUMERO 51 - MARZO 2014

Tatuaje

Paco Piquer

Un corazón. Rojo. Una leyenda. Un nombre: Martín. El tatuaje está grabado en su hombro. Lo descubre cuando, desnuda, se ha quedado dormida sobre el lecho. Ha regresado agotada, famélica, sin dar explicaciones, sin hablarle. Su ausencia ha durado varios días. Sin motivo. Desapareció como había vuelto, en silencio. La había buscado como un loco. Los vecinos, los amigos, la policía. Nadie sabía nada. Nadie la había visto marcharse. Ahora duerme en un sopor profundo. Hermosa, joven, el pelo negro sobre su espalda, la cabeza apoyada en sus brazos cruzados, la respiración tranquila, pausada. La ha ayudado a darse un baño reparador y la contempla ensimismado, mientras trata de evaluar el significado de aquel corazón y de aquel nombre que, ahora, lleva tatuados en su piel.

Apenas era una niña cuando la conoció. Su modo de hablar denunciaba su incultura. Su procedencia era un misterio. Aparece un día trabajando en la tahona del pueblo. El panadero le había dado trabajo a cambio de comida y un techo donde dormir. Se dirige a él con desparpajo. Con una frescura poco común. Regresa a la soledad de su caserón con el alma impregnada por aquella presencia inesperada. Su vida cambia de pronto. Su carácter, taciturno y serio, tornose en buen humor constante. Los criados que le atienden no dan crédito al cambio experimentado por su patrón. A diario acude al pueblo a realizar personalmente los pequeños encargos y, a diario, en uno u otro momento se detiene en el horno para ver a la muchacha que, con su actitud, incrementa sin darse cuenta los deseos más dormidos de aquel viudo entrado en años que ha renunciado ya, no sólo a un segundo matrimonio, sino a cualquiera de los placeres de la vida. Mil pigmaliones revolotean en su mente. Ella, ignorante de todos aquellos propósitos, continúa mostrando su juventud y su belleza.

Los días transcurren veloces. Se han convertido en espacios de tiempo solo marcados por el momento de su cotidiano encuentro con aquella muchacha que le ha devuelto la ilusión por la vida. La idea de pedirla en matrimonio va tomando cuerpo, y nada más merece ser tomado en cuenta. Sus reuniones con los empleados de la finca a la que se retiró a la muerte de su esposa se espacian cada vez más. Delega. Hasta los asuntos más nimios. Intenta ganar tiempo libre y da largos paseos, meditabundo, sumido en sus pensamientos, tratando de imaginarse de que manera aquella idea descabellada podrá alterar su lineal existencia.

En un día luminoso de otoño se celebra la boda. La ermita, que sobre las colinas cercanas domina el pueblo, acoge un acto íntimo y sencillo, un paso que han decidido dar, él, convencido de recuperar sus ilusiones, ella, aún sin imaginar su alcance y con un deje de duda en la mirada que al abandonar la iglesia se pierde hacia el mar que se adivina en el horizonte.

Aunque sabe que algo sucederá. A pesar del amor salvaje que ella le entrega. A pesar de aquella juventud que le sobrecoge. A pesar de su felicidad. Cuando pasan días enteros en un silencio absurdo, denso e inexplicable. Cuando la sorprende con la mirada perdida en un punto lejano, hacia la costa. Por eso había casi intuido aquella huida. Por eso no confiaba en su regreso. Por eso, y por amor, acaricia ahora sus cabellos mientras vela su dormir profundo y aquel ensueño que intuye y del que probablemente no sea destinatario. - Martín. Martín… - repite, tratando de vislumbrar como debe ser el amor que se da pese a todo y se sella con dolor en forma de agujas que tiñen bajo la piel un nombre indeleble. Y, sin embargo, por amor, no desea ahondar en el misterio, ni pretende empeñar una sola porción de su felicidad para que ella sea feliz. Ardua empresa que llenará de nuevo su vida de desasosiegos, inquietudes y amaneceres de noches en blanco que van a poblar sus días futuros.

Ajena ella a todas sus conjeturas, se muestra afable y llena de cariño hacia el hombre que le ha dado todo. No hay explicaciones. Nada ha sucedido en apariencia. Sólo aquel tatuaje en su hombro como mudo testigo de la maldita ausencia. Y el estado de gravidez que ella confiesa ante la evidencia física que exhibe. Es entonces cuando su amor se manifiesta en su estado más puro. Por amor asumirá una paternidad falsa. Y por amor dedicará su tiempo y su esfuerzo a cuidar de una mujer que se va tornando frágil y pálida a medida que avanza su embarazo. Con amor contempla en silencio su mirada absorta durante horas. Buscando el horizonte azul. Y es de amor el gesto con que acoge entre sus brazos a la criatura recién nacida al tiempo que conoce el desenlace anunciado. Y son de amor las lágrimas que vierte en ese instante. Y sólo por amor dedicará desde entonces su vida a ese fruto de la ausencia y de un mar cercano.

Como algunos domingos, con la bonanza de la primavera, han acudido padre e hijo a dar un paseo por el puerto del pueblo vecino. El niño hace mil preguntas, sobre los pescadores que reparan sus redes, sobre las barcas, sobre mil cosas del universo de inquietudes que comienza a descubrir. Deciden cruzar hasta la isla que desde la embocadura preside y resguarda la ensenada. En la barcaza que cubre el trayecto, las preguntas se multiplican, ¿porqué flota?, ¿corre mucho?, ¿cómo se conduce? El padre, paciente, contesta complacido a la curiosidad del crío. Mientras el barco realiza la maniobra de amarre, el niño se escapa de pronto de su vigilancia y corre hacia la cabina del piloto que se distingue a popa. Con una sonrisa, lo observa contemplando ensimismado al marino que con el timón en las manos dirige la operación. – Martín. – ¡Martín ¡ – le llama. El rostro del niño se vuelve hacia su padre. El marino se vuelve asimismo, como respondiendo también a la llamada.

- ¿Nos conocemos? – pregunta el marinero.

- En cierto modo, sí. – Responde él mientras toma a su hijo de la mano a la vez que contempla el corazón rojo que, con un lema y el nombre de su mujer, lleva tatuado en el brazo que empuña la rueda.

Poco después, a la sombra del café de la plaza, los dos hombres guardan silencio. De tanto en tanto se observan a hurtadillas. En un momento dado, sus miradas se encuentran. Ambos la mantienen. Segundos. Segundos que hablan, silenciosos, de amor, de futuro.

Una gran sonrisa de complicidad precede al abrazo. Los dos se vuelven hacia el niño que, ajeno a todo, persigue a los gorriones que, bajo las mesas del café, buscan alguna migaja.

 

 

 

Tatuaje

 

 

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