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ISSN 1989-4163

NUMERO 30 - MARZO 2012

Pienso, Luego Resisto (XVII) - Sí al Diálogo

Mª Ángeles Cabré

Los parlanchines somos un peligro para las reuniones sociales, pero también un alivio para los largos silencios. Si no padecemos el mal de la verborrea, sino el gusto por la buena charla, somos capaces de animar cualquier reunión o de sacarle punta a cualquier situación anodina, incluidos los ascensores (esos lugares donde la meteorología alcanza rango filosófico). Desconfía de las personas demasiado silenciosas, me digo a veces, porque por una que calla por mera prudencia, hay mil que no tienen absolutamente nada que decir.

Me hallaba el otro día en una cena la mar de animada, en la que la mayoría de los comensales eran tertulianos de programas de radio y televisión, y tal era el guirigay (en el buen sentido de la palabra), que la señora de la casa –también tertuliana ella- acabó diciendo que parecía que estuviéramos en antena intentando arreglar el país. Aunque la nuestra era una charla muy constructiva, en la que gracias al buen rollo y a las bondades del bendito alcohol (que en dosis adecuadas es un invento genial), personas de ideologías muy distintas pasaban una velada estupenda sin miedo acabar con un ojo a la virulé, cierto es que a día de hoy en los debates que vemos en los medios de comunicación hay más ruido que intercambio de impresiones.

Se diría que la total falta de diálogo preside el panorama actual, e incluyo aquí el mismísimo Congreso de los Diputados, donde hace años que se vive una acritud y una falta de voluntad constructiva que merecería un análisis en profundidad. En lo que respecta a los medios de comunicación, está visto que frente a la voluntad de eso, de diálogo, prima el encono, cosa que en nada beneficia al oyente o espectador, quien pacientemente aguarda, en su casa, a que la sana costumbre de la charla amable (que sobrevive aún en los bares y en los bancos de las plazas) vuelva a ponerse de moda. Siendo como son los media vehículos para la educación de la ciudadanía, cabría pensar que hoy a esta se la entrena en la absoluta falta de cortesía, lo que dice muy poco de la calidad de los media y menos aún de sus aspiraciones, que debieran ser exclusivamente legítimas, y entre las cuales jamás debiera contarse el prurito aborregador.

Y es por ello, visto el naufragio en que deviene la batalla campal dialéctica de que somos testigos a diestro y siniestro, que o volvemos a las costumbres del ágora griega o animamos a bajar aún más el precio de los gintónics en el bar del Congreso de los Diputados (en realidad de los diputados y las diputadas; el sexismo en el lenguaje, ya saben), al tiempo que enviamos unos cuantos sacos de boxeo a emisoras de radio y televisión para que sus contertulios descarguen la ira antes de empezar a opinar. Y es que, al contrario de lo que abunda, en una charla con personas que no piensan como tú, siempre debiera suceder aquello que formulaba Gadamer: “ Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo”.

Desde los diálogos platónicos (diálogos en los que Sócrates suele ser el interlocutor), el afán verbal y comunicador de la Humanidad ha pasado por fases bien distintas, incluidas unas cuantas guerras civiles. Dejando de lado por su carga religiosa la filosofía del diálogo impulsada por el austríaco Ferdinand Ebne y seguida por Martin Buber; y también soslayando la dialéctica de Hegel, que abogaba por un pensamiento donde tenían cabida las contradicciones y que al citado Gadamer le parecía “una fuente de constante irritación”; y sin entrar en la dialéctica marxista, no tendría que ser mucho pedir que en una sociedad democrática fuéramos todos capaces de poner en común pensamientos dispares con espíritu constructivo, o lo que es lo mismo, con la voluntad de que la dialéctica recuperara su sentido original, dado que procede del griego dialectiké (arte de la conversación).

Arte de la conversación que no sólo debiera referirse a tratar al otro con la debida consideración, ni a respetar escrupulosamente los turnos de palabra, aunque ambas cosas no estén de más, sino a aceptar la disparidad de criterios desde la tolerancia y no desde la crispación. Porque se diría que somos pocos los que tenemos la costumbre de no ofendernos cuando nuestro contertulio o contertulia piensa exactamente lo contrario de lo que nosotros pensamos, y estamos encantados de que sea capaz de contarnos por qué piensa lo que piensa y, caso de no justificar ningún crimen de lesa humanidad, podemos seguir sentados tranquilamente a la misma mesa sin dar muestras de visible incomodidad. Ojalá aquí y ahora fueran muchos los que creyeran en el valor del diálogo di per se , como vehículo de entendimiento. ¡Con lo divertido que resulta bromear con alguien que piensa exactamente lo contrario que tú!

A hora que se cumple el 75 aniversario de la muerte de Antonio Machado, no está de más recordar unos versos suyos que dicen: “Para dialogar, preguntad primero; después…, escuchad”. “¡Viajar! ¡Perder países! / ¡Ser otro constantemente, / por el alma no tener raíces / y vivir viendo, solamente!”, decía Pessoa. Dialogar, perder prejuicios…

 

Sí al diálogo

 

 

 

 

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