De un tiempo a esta parte se han multiplicado exponencialmente “los días dedicados a”. Si hace unos años el “Día contra el cáncer” o el “Día del domund” conseguía conmover de algún modo nuestra pétrea alma, la saturación producida por su multiplicación ha logrado que nos parezcan meras etiquetas que enmascaran opacos intereses económicos o morales. Lo comentaba de pasada en mi artículo del pasado septiembre a raíz del día mundial contra el tráfico y la explotación de las mujeres. Algunos de los de ámbito mundial son tan peculiares como el “Día del orgullo friki” (25 de mayo) o el “Día de no comprar nada” (último sábado de noviembre). No hablemos de los Días de ámbito local… Mientras no nos promulguen un “Día de la concordia” por los motivos que imaginó Chesterton, al menos la cosa tiene remedio.
Pues bien, a pesar de lo escrito en el párrafo anterior, lanzo desde Agitadoras una nueva propuesta, aunque algo diferente, ya que no sería el “Día de…”, sino “La noche de…”. En concreto, propongo seriamente que se declare, al menos a nivel regional o autonómico, la “Noche de las estrellas”. La misma consistiría en que durante una hora, o al menos un cuarto de hora, las compañías eléctricas hicieran un apagón completo en la zona correspondiente. ¿Para qué?, os preguntareis. ¿Acaso pretendo dar rienda suelta a los criminales en un remedo de la película “La purga”? ¿Quizás mi intención sea incrementar de forma notable la natalidad, tal y como sucedió en el apagón de Nueva York de 1.965? Aunque dada la actual pirámide de edad y su previsible desarrollo lo justificaría, mi intención es algo más sencilla; algo que encontrarán absurdo los beduinos del Sáhara, los mongoles de la estepa siberiana o los osos polares de la Antártida: poder contemplar las estrellas.
Puede parecer una tontería, pero quien ha contemplado una noche sin luna, en un lujar alejado de la civilización, el extraordinario espectáculo de un cielo estrellado, de la espectacular Vía Láctea dentro de la cual, paradójicamente, está nuestro planeta, no podrá olvidarlo jamás. Hace medio siglo ese espectáculo era algo cotidiano para la inmensa mayoría de la Humanidad, pero, por desgracia, una de las múltiples facetas negativas del acelerado progreso tecnológico de las últimas décadas ha sido la contaminación lumínica. Yo he sido uno de los muchos testigos de esa progresiva desaparición de las estrellas a lo largo de los años; en mi caso desde las, apenas pobladas, estribaciones de la sierra de la Carrasqueta. A pesar de que uno viva a kilómetros de distancia de las urbes, por la noche, el resplandor de sus luces y el reflejo de estas en la atmósfera son apreciables desde enormes distancias y limitan de modo sustancial la observación de las estrellas. Sí, es evidente que quien tenga interés por el hombro de Orión, puede acudir al observatorio astronómico más cercano y contemplar las estrellas desde allí, pero mi propuesta no está pensada para ellos. La mayoría de la gente vive hoy en día en megalópolis desde las que, entre la luz y las partículas de contaminación, apenas puede verse alguna estrella. El objetivo de la “Noche de las estrellas” sería que durante esa hora cualquier persona tenga la oportunidad contemplar este tapiz de luces titilantes, y se le llame la atención sobre el firmamento que nos rodea y que, habitualmente, nos pasa desapercibido. Y no sólo por la belleza y grandiosidad del espectáculo sino, sobre todo, para que una noche al año seamos confrontados con la evidencia de la minúscula proporción de nuestro mundo, nuestra ciudad y nuestra persona, frente a la cuasi infinita magnitud de la existencia, lo que, creo, ayudaría a empequeñecer algo nuestros desmesurados egos y la sensación mesiánica de nuestros líderes y políticos que les empuja a dirigir a sus súbditos y votantes al continuo enfrentamiento que suele acabar en ríos de sangre y que sólo su mísera ambición justifica.
Por si fuera poco, los poetas, los enamorados, los locos y los místicos tendrían una inyección de energía, y las prepotentes, oligopolísticas y abusadoras compañías eléctricas se retorcerían de auténtico pánico a que ese breve lapso sin consumo se fuera prolongando en el tiempo.