En el fumadero de opio de Mao Shaoshan , un escocés se masturbaba. Con la bragueta abierta, bocarriba, con aburrimiento. Puede que hubiese olvidado porqué llevaba así más de una hora, sin éxito, sin haber eyaculado. Holmes, disfrazado de estibador, estaba molesto.
Una banda de terroristas serbios había acordado con anarquistas ingleses reunirse en Londres para un atentado. De la cárcel de Holloway le llegó a Holmes la confidencia y decidió actuar solo. El escocés llegó pronto y se echó en el suelo, frente a la puerta, en una esterilla, pero la pipa de opio le sentó mal. Holmes también había fumado –por camuflarse, según le contaría luego a Watson-, por eso le costaba concentrarse. El escocés gemía más por lamento que por excitación. Aquel hombre se masturbaba como si el mundo comenzase en la base de su pene y terminase en el prepucio, aunque dominar el mundo no le sirviera para nada. Patético, como si le hubiesen escupido en la entrepierna y, en vez de pene, le colgase la saliva, sin consistencia. Tan largo y tan flácido, de un grosor descomunal pero correoso; sin vello, como la trompa de un elefante viejo. Badajo inútil y asqueroso, agitado con una mano o con la otra, cerrando el puño o sujetándolo entre el pulgar y tres dedos por delante, dos dedos a veces le bastaban.
Un acto impropio, hasta para un fumadero clandestino, pero aquel era el local de Mao Shaoshan. Por debajo pasaba el Támesis y la corriente arrastraba los cadáveres de muchos que se habían quejado a Mao de los caprichos y extravagancias que permitía en su local. Para el chino era una ofensa cuestionar sus decisiones dentro de su casa. En una ocasión, permitió a un cliente el capricho de ver cómo un enorme mastín callejero montaba a una sofisticada caniche en celo. La perrita estaba asustada, dando vueltas en círculos, atada al suelo. Al fin el macho la bloqueó por detrás y la atravesó, rompiendo todo lo que tuvo que romper para entrar, y la caniche quedó ensartada, moviendo las cuatro patas en el aire. Al chino Mao le hizo mucha gracia. Cuando acabó la cópula, el caballero le disparó al mastín en la cabeza y se llevó a la caniche, recién preñada, para devolvérsela a su esposa. Solo Holmes sabe porqué Lord Cardigan actuó así. Es un hombre discreto y cultivado, que pasea los domingos por Hyde Park, orgulloso, con su hijo pequeño de una mano y con un perro mestizo atado a una cadena. A la esposa de Lord Cardigan, en cambio, no le gusta que la vean con ese perro que parece hijo del jardinero.
Mao se hizo cargo del cadáver del mastín, para alimentar a sus criados, pero reservó el hígado para su esposa.
De aquello hacía mucho, pero ahora el escocés centraba toda la atención de Holmes. Era imposible pensar en otra cosa. No cabía más remedio que marcharse y Holmes se levantó pero después, cuando llegó a la puerta, se volvió y pidió otra pipa de opio.
Al día siguiente se lo explicaba a Watson: Le delató el anillo.
-Era un anillo marinero, lo que me hizo pensar en los códigos de señales. ¡Eso era! Lo importante era la posición de los dedos. Los terroristas habrían estado entrando y saliendo, pasando desapercibidos entre los clientes, y recibían las instrucciones leyendo las sucesivas posiciones de los dedos sobre el pene. No he descifrado por entero el código, pero sé que algo preparan los terroristas en ese fabuloso barco, el Titanic, que la semana que viene parte desde Southampton. Me limitaré a telegrafiar a las autoridades, por supuesto, ya sabe que no soporto navegar.