La mujer. Siempre es la mujer. El origen y el final de todo. Pese a lo que pese.
Siempre aparecerá el nombre de una mujer en el chambergo de un soldado muerto, el muro de un calabozo o la cueva de un náufrago desquiciado…
Nunca asistí, en mis dos años de guerra, a ningún moribundo que no la llamara…Novia, madre , hermana... con un ruego postrero… con un hilillo de voz rota en su último estertor, salpicándome la oreja y el cuello de la guerrera de sangre y saliva. Me aprietan la mano con su última fuerza, unos segundos antes de apagarse, cuando el miedo les angustia y oprime. "No me conformo”…”No vale”…”Empecemos de nuevo, por favor”… Al fin, morir es el único momento importante de la vida, cuando descubres que todo es mentira, que nada mereció la pena y que ya es tarde. Tu cuerpo se está aflojando y tus pupilas han terminado de dilatarse…te mueres chaval…. ahora eres tú.
Se han olvidado de ti y estás solo, en África. Las moscas cubren las heridas, lo cubren todo, incluso el aire que respiramos. Huele a letrina, nadie tiene fuerza para tapar los agujeros, ni para enterrar a los muertos.
Se ha levantado un poco de brisa y la temperatura empieza a bajar. La Estrella
Polar justo encima de la costa española nos vigila e indica dónde está nuestro hogar. ¿Qué hacemos aquí? Por encima, la vía láctea parece un sendero de fuegos fatuos en espera de nuevas almas, la Laguna Estigia, para esta misma noche; quizás la mía…Si es que a los soldados nos queda algo de alma que redimir al otro lado.
No dejo de pensar en Carolina, y en la paz que sentía junto a ella, dos años antes. La sensación es de que ha pasado más tiempo. Me es difícil recordar su rostro sin mirar la manoseada foto sepia que llevo conmigo desde que embarqué; “Estudio fotográfico J. G. Ayola. Granada.” “Siempre tuya, siempre juntos. Carolina Martos”. Motril, 21 de Junio de 1919”.
Dos años o dos siglos…no lo sé. El tiempo ha empezado a tener raseros distintos. Antes se medía en meses y años. En bautizos, bodas o entierros. Sin embargo, ahora se mide aquí en tragedias y miseria. En piojos y chinches. En sífilis y tuberculosis. Y en miedo. Mucho miedo. La foto tiembla en mi mano.
Si…solo pensar en ella me conforta. Miro desde el acantilado hacia el mar de Alborán, e intento ver la costa andaluza…Motril esta justo delante mía, detrás de los cruceros de nuestra Armada Laya y Gandía , fondeados a un kilometro de nosotros. Carolina estará durmiendo ahora, entre sedas, después de haber paseado por la playa acompañada de su ama. Estoy cansada, habrá dicho al atardecer. Quizás haya pensado en mi y reconsiderado su decisión de acabar nuestro noviazgo, bloqueado por la guerra. Hace tres semanas que no recibo carta suya –antes me escribía dos a la semana, con un par de pestañas suyas dentro, como señal de entrega- pero ese retraso puede que no signifique nada. La estafeta militar funciona cada vez peor y basta que alguna misiva llegue perfumada para que desaparezca. Hay mucha nostalgia y mucha ansiedad. Yo querría creer que ella me ha escrito, que ha reconsiderado nuestro futuro juntos…
Necesito agarrarme a alguna esperanza entre tanto polvo, escorpiones, tifus y cadáveres secándose al sol. Moscas, solo me llegan las moscas.
Se sabe que los moros de la tribu de Tensamán se han unido a las harkas de Beni-Urriaguel y que andan cerca, huroneando entre los barrancos próximos al río Amekrán. Acechando. Hemos oído sus voces y algún disparo aislado…pero aun no les podemos ver. Los Tensamanis se han vuelto contra nosotros hoy mismo, después de ser considerados “Cabila amiga” y quedar armados con lo mejor de nuestra fusilería, a petición del General Silvestre. Fusiles asturianos y bayonetas toledanas apuntan ahora hacia nuestras cabezas o buscan nuestros riñones.
Somos españoles, siempre cometemos errores que nos desangran con orgullo.
Estamos rodeados. Hemos organizado la posición defensiva mediante “escuchas” alrededor del blocao ; pozos de tirador en línea discontinua, con inspecciones periódicas de un cabo primero cada quince minutos. Seguimos el reglamento, lo que está escrito en los manuales del Ejército, pero la tinta no nos protege. Es habitual encontrar de vez en cuando algún tirador degollado en su posición. El cabo primero va enhebrando los muertos que se encuentra cuando recorre las posiciones cada quince minutos. Afortunados ellos en comparación a los que se llevan vivos. Torturan a los prisioneros para sacarles información, pero a veces lo hacen por gusto y para que escuchemos sus alaridos durante toda la noche.
La herida que tengo en la cabeza me sigue supurando. Huele mal y me duele cada vez más. El capitán médico me había ordenado cambiar el vendaje cada día, a sabiendas de no quedaban vendas hacía más de una semana. Pero en ésta guerra ya es costumbre pedir cosas irrealizables. El cabo Morejón se mantiene a mi lado, parapetado en el refugio y terminando mi ración de alubias con gorgojos. Es fiel. Me hablaba de toros y de mujeres.
Hace una semana, le sorprendí leyendo una novela en su puesto de guardia, era la tercera vez. Le agarre por la solapa y lo lance contra una roca que había a su espalda… después le golpeé varias veces en la cabeza con el puño cerrado, mientras me cagaba en su puta madre. Cayó al suelo y lo volví a levantar a patadas. Le hice tragarse la novelita de bolsillo de 14 páginas…una a una. Delante mía y sin prisas. Masticaba las páginas de papel amarillento despacio y en calma, aderezadas agridulcemente con sus lágrimas y su sangre. Sus dientes aprendieron a leer. Él no tuvo la culpa, pero tampoco la tuve yo. Estaba harto de su desidia, del comandante Benítez, de Marruecos, del silencio de Carolina y sobre todo, por encima de todas las cosas, estaba harto de mí…
Pero el cabo Morejón no es rencoroso. Al día siguiente del castigo, salimos a por agua al Monte Abarrán, una patrulla con diez españoles – Morejón entre ellos – y dos policías indígenas. Hacía calor, avanzamos en línea y en silencio. Entonces, el disparo de un harqueño emboscado me rozó la frente, me hizo perder el conocimiento y caí del caballo a plomo en medio del sendero. Cuando volví en mí, estaba apartado del camino, con el cabo Morejón encima de mí, protegiéndome con su cuerpo de los disparos mientras gritaba “Han matado al teniente…la Virgen… han matado al teniente”…
Ahora pienso en eso, en cómo me salvo la vida. Pero él está pensando en otra cosa, me mira y se pone a cantar por bulerías sobre una tal Carmen.
De pronto, el grito de un centinela avistando moros me devuelve a la realidad.
Empiezo a organizar la defensa de mi sector…algunas sombras empiezan a moverse en la oscuridad y a disparar sobre nuestra posición. El eco de los disparos suena en la boca de un barranco iluminado por fogonazos de fusiles y espingardas. Ya vienen a por nosotros. Cerca de 300 rifeños enardecidos por su
Kaid se acercan a nuestras alambradas…El brillo de una gumía me hace girarme justo en el momento en que nuestro sargento de la Policía Indígena de Regulares me la hunde en el costado, de abajo a arriba, mientras el cabo de artillería Morejón le da un machetazo en el cuello que prácticamente lo decapita. Aún herido y de rodillas consigo descerrajar dos tiros de pistola en el pecho de otro policía indígena que se acerca por nuestra espalda con el mismo propósito.
Ya sólo recuerdo, a partir de ese momento, el brutal traqueteo a lomos de mula, barranco abajo, entre disparos, la voz tranquilizadora del cabo Morejón, las salpicaduras saladas en mi cara al embarcar y el doloroso izado a bordo del “ Laya ”.
Postdata: La vida en el Hospital Militar del Campo del Príncipe , desde dónde escribo ésta líneas , a los pies de la Alhambra, es aburrida, pero las hermanas Carmelitas Descalzas tienen especial cuidado en mantenernos ocupados. Mi pulmón derecho está casi recuperado y parece ser que en un par de semanas me darán el alta. He sido de los pocos que llegaron a los barcos. Las vidas de 8.000 españoles se quedaron allí. Incluyendo la del cabo de Artillería Don Antonio Morejón Márquez, que Dios bendiga…
-Perdone mi teniente; Una señorita de su pueblo acompañada de su ama ha venido a visitarle.
-Rápido hermana, ayúdeme a abrocharme la guerrera.