Sin tener en cuenta un diastema pronunciado y que en algunas ocasiones por no sé qué circunstancias (que es algo que me hace pensar mucho) le bizqueaban los ojos y le brillaban de forma especial y a la vez, a pesar de esas dos características especiales de su rostro, o más bien por ellas, su cara podía decirse hermosa. Me decía un amigo que la luz, en la pintura, la inventó Caravaggio cuando pintó la oscuridad. Así que la belleza en Margot estaba en esa supuesta falta de defectos.
Margot posó para ese amigo mío, que era pintor. De ese encuentro que en un primer momento me resultó incluso fascinante, surgió un lugar, un espacio que no es más que tiempo de mi recuerdo oscuro e infinito; sí, si existen los agujeros negros y, al menos tres, están cobijados en el espacio de mi memoria
-No es que me parezca bien. Me parece fabuloso. Un cuerpo como el de Margot debería quedar inmortalizado para siempre. Si ella quiere,,,
Y ella miró para abajo riendo, cuando levantó su rostro a nosotros que la mirábamos, sus ojos bizqueaban inundados de ese brillo tan coqueto como una risa a destiempo.
El pintor, al que no debo nombrar, cruzaba las piernas al sentarse y sonreía de forma enigmática y me miraba. Con el tiempo me di cuenta que nunca observé como miraba a Margot (cuyo nombre no es Margot) y por qué quiso pintarla. A mi me pareció fabuloso y le espeté, no sé por qué, para resultar más seguro de mi mismo quizá...
-¿La pintarás desnuda? Eres el pintor de los desnudos. Otra opción sería un error...
Él me sonrió y me miró visiblemente complacido. “Así sentado –pensé- debe ser irresistible para una mujer”. Y es que su maestría elevaba su persona y su físico haciendo al ser inescrutable y atractivo. El acompañaba todo aquello de un trato exquisito y una conversación que llegaba a emborrachar como un buen vino. En su casa los tres sentados después de cenar hablábamos de Caravaggio y Margot lo miraba gravemente. En su mirada no consigo recordar que se trasluciera sino interés.
A Margot, al jadear, se le escapaba el aliento por el diastema pronunciado y eso me daba que pensar en ese momento en el que no hay que pensar. Sus rizos se desparramaban en la sábana y parecían moverse por sí mismos. Y estos pensamientos, no sé por qué, me acompañaban aquellas largas horas que Margot pasaba en aquel estudio tan iluminado y tan frío. El pintor siempre nos ofrecía té con un ademán absolutamente encantador.
-Puedes permanecer con nosotros durante las sesiones, no hace falta decirlo. El estudio preliminar del cuadro es la fase en que la necesito a Margot. Después, puedo prescindir de ella.
Decía mientras intercalaba una calada de su cigarrillo. “Yo no puedo prescindir de ella” me dije.
-En cualquier caso –me dijo y su frente se arrugó- tu presencia como bien sabes, querido, me es siempre agradable.
Me encantaba que me llamara querido. No me gustaba como decía Margot.
-No será necesario. La modelo es ella. No le quiero molestar maestro.
-Usted no me molesta amigo... al revés
Y nos echábamos a reír.
Después vinieron esas horas interminables, repetidas en tres tomas amargas como un jarabe del demonio. Su encanto, irresistible, el bizqueo de Margot y el aliento saliendo de su diastema... El sufrimiento que provocaba dolor en la boca de mi estómago y se forjaba así ese agujero negro que taladraba las tardes de lluvia y nublado pecaminoso en el taller del maestro, y en la calidez de mi salón.
Fueron tres días y ella llegaba alegre y despreocupada. Yo no preguntaba nada sobre las sesiones porque siempre he sacado malas conclusiones del exceso de información, me digan lo que me digan, y cada palabra es carnaza que luego alimenta mis noches de insomnio. Mejor callarme. No saber nada. Mi imaginación celosa es poco imaginativa. Pero cualquier viruta combustible, combustiona como en el infierno.
Ella llegaba a casa intacta, sin faltarle nada y sin ningún añadido. Siempre he pensado que la infidelidad debía dejar huella en las mujeres. Tres días tres y ninguna señal, ninguna pista, ninguna ducha intempestiva, ningún desorden... “el tabaco lo camufla todo”. Margot era argentina y fumaba. He utilizado el nombre de Margot para enmascararla por aquel tango argentino.
Pasaron los tres días, que no fueron seguidos, acompañados de sus horas interminables e inexactas, pero que siempre me llevaron a esperar a Margot hasta el anochecer. Con el tiempo no me parecen tres días salteados en un mes sino años salteados en milenios, tiempo no lineal sino en forma de vórtice profundo, tres días como tres grutas taladradas en mi recuerdo, días de oscuridad y ceguera real donde pinté, yo también, unas escenas, unos dictados de mi imaginación.
Han pasado los años. El pintor fue diluyendo su trato con nosotros, escamoteando su trabajo a nuestros ojos y creo que se mudó a Nueva York años más tarde. Quedó, aquello, como que no había cuajado, como obra inconclusa.
Margot ya no está conmigo, desde antes de que descubriera el cuadro. No supe o no quise retener aquella cola de caballo y ese deje que tenía ella al hablar.
El cuadro, el cuadro lo tituló “Margot con Jersey rojo” En él aparece Margot vestida, de espaldas, sobre una mesa de madera. Voy al museo europeo de arte moderno a verlo siempre que paso por Barcelona. En la sala W. En la planta segunda. Me quedo mirándolo y me pregunto que le llevó a pintar a Margot vestida y no desnuda. Por qué lo llamó “Margot con jersey rojo”... por qué no me lo vendió, por qué no pintó su cara..., por qué desapareció sin decirme que lo había terminado. Por qué me dejó Margot.