La mujer desaparecía cada vez que él pronunciaba la palabra espejo. A su espalda, blanca y desnuda, apretaba los senos contra su cuerpo, tratando de que abandonase el pasado que le atormentaba. Los vapores que empañaban el cristal hacían que la figura femenina se mostrase tenue, sutil, como un recuerdo, como un sueño. La mano del hombre trataba de despojar, con una caricia, el vaho que le impedía la contemplación onírica de su belleza. Era su única esperanza. Sabía que si lograba volverse y abrazarla, los temores del oscuro pasado se desvanecerían. Silencios no quebrados. Secretos que, confiándolos, le liberarían de su angustia. Únicamente un gesto, un ligero escorzo y sentiría su piel tibia, el suave vientre junto al suyo, el deseo manifestándose brutal. La cálida invitación de su aliento en la nuca, las manos entrelazándose, tratando de mostrarle el camino de regreso. Y cuando, finalmente, rompía las cadenas, fundiéndose en la caricia redentora y ambos reflejaban en el espejo su reencontrada felicidad, desaparecía ella, sumiéndole, de nuevo, en la desesperación.
Se incorporó en el diván.
¿Habría captado esta vez el siquiatra su tragedia?