(A propósito de Señores niños, de Daniel Pennac.)
Debo confesar, antes que nada, que, devoto del Daniel Pennac ensayista —desde el auroral Como una novela al crepuscular Mal de escuela—, saludé con ilusión y leí con verdadera satisfacción Señores niños, en la medida en que veía, quizá por deformación profesional, llevadas a la praxis algunas de las reflexiones del autor sobre la enseñanza.
La segunda lectura, compartida con señores niños, y mediatizada por la necesidad de empatizar con otros lectores, me ha permitido relativizar su interés, rescatando ciertos aciertos y haciendo, así, salir a flote algunos pecios de ensayo en el naufragio narrativo de la novela, no sin hacer un intento desesperado de buscarle una tabla de salvación.
¿EXISTE ALGUNA POSIBILIDAD, POR REMOTA QUE SEA, DE SALVAR LA NOVELA?
Y es que, a partir de una idea sugestiva, aunque no original —nos viene a la memoria el filme Ponte en mi lugar (2003), de Mark Waters, basado en la obra de Mary Rodgers, en el que Anna, huérfana de madre y en conflicto con el profesor de Literatura, cambia al despertar, merced a una “galleta”, su cuerpo por el su madre, la doctora Coleman—, es decir, la inversión de roles entre adultos y menores por un presunto intercambio de edades —y que hoy día se materializa, por mor de enfermedades neurodegenerativas, en esos ancianos infantilizados convertidos en hijos de los hijos (reconvertidos en sus padres), la última novela de Pennac deriva, tras una travesía embarullada e insulsa, en un desenlace moralizante, rayano en lo fantasioso, que no parece justificar el pasaje.
CARTA DE MAREAR (AL LECTOR) o MANUAL PARA NÁUFRAGOS
ASIGNATURA PENDIENTE: LA INFANCIA RECUPERADA
“Despierta usted cierta mañana y comprueba que, por la noche, se ha transformado en adulto. Enloquecido, corre a la habitación de sus padres. Se han transformado en niños. Cuenten la continuación.”
Daniel Pennac, Señores niños
Y ésa es la tarea que el inflexible profesor, Crastaing, les impone como castigo a tres compañeros de clase —Igor Laforgue, Joseph Pritsky y Nourdine Kader— implicados en un dibujo satírico del citado “ogro”. Tras una larga y embrollada presentación —la 1ª parte, titulada “El tema”— de las respectivas familias —heterogéneo muestrario de un París multirracial: hijos, los alumnos, de matrimonios mixtos algo desestructurados—, la escritura de la redacción acarrea automáticamente su materialización real. Y, a todo lo largo de la 2ª parte —“Cuenten la continuación”—, asistiremos a la metamorfosis de los niños en adultos y, a su vez, de éstos en niños: Tatiana, madre de Igor (pero no su padre, Pierre, ya fallecido, cuyo fantasma narra la historia); Ismael, padre de Nourdine (pero no su madre, en paradero desconocido) y Moune y Pope (padres de Joseph); con la excepción del joven policía Éric, intercambiado con Nourdine, a quien detuvo, y ¿por metonimia?, con vistas a un desenlace feliz que lo empareje con la hermana del chico, que sin embargo no sufre transformación alguna, abriendo una trama secundaria a la que bien pudiera pasársele la navaja de Occam. Un “mundo al revés” en que el mismo Crastaing, de forma truculenta, se hace también niño tras pergeñar un recorta y pega de la bibliografía sobre el tema y termina, con la inestimable colaboración de Yolande, la prostituta mayor de la “Avenida de las mujeres” —madre nutricia de señores y niños que inició en el sexo al narrador, y conoce la “perversión” de Crastaing, que no es sino exigir el relato de su infancia a las prostitutas, por haber carecido él de infancia—, tras la mascarada de reunión de los supuestos padres de los chicos con la dirección del IES, obligado por ellos, y cómplice al fin de sus alumnos, a rescribir él mismo la redacción —que resulta ser, casi en su totalidad, a 2ª parte de la novela que acabamos de leer—.
¿FANTÁSTICA NOVELA O NOVELA FANTÁSTICA? o LA MENTIRA DE LAS VERDADES
Pues bien: llegados a este término, tras una peripecia cuya inverosimilitud, dada la falta de información de Crastaing sobre El tema, si bien es disculpable, contraviene la máxima del profesor —“La imaginación no es la mentira” o, lo que sería lo mismo, “La verdad de las mentiras”, feliz oxímoron de Vargas Llosa— se le plantea a este lector el fin último de tan vertiginoso viaje, cuál es el sentido de este juego de (señores) niños.
Porque, si se trata de ejemplificar, en vivo y en directo, el poder mágico del la ficción literaria —“el tema se hacía real al tratarlo, sucedía realmente” (p. 230)—, no parece ser la mejor forma. Es verdad que el desenlace de cuento de hadas desemboca en una boda múltiple: Tatiana e Ismael, Crastaing y Yolande, Rachida y Éric y, en el horizonte, Nourdine y la joven prostituta Agnès; que Crastaing vive, siquiera sea de forma vicaria, una infancia que le permite reconciliarse con la vida; y que Pierre puede “descansar en paz” tras ver felizmente casada de nuevo a su viuda, Tatiana. Pero no es menos cierto que, la confesión del narrador —el muy fantasma— de haber inducido a su hijo Igor a llevar a clase el primer dibujo satírico que él realizara, 30 años atrás, siendo alumno de Crastaing, y de haber conseguido ¿paranormalmente? que el “ogro” les impusiera la tarea de imaginar un mundo de señores niños que trajera como consecuencia la boda de Tatiana con el pintor Ismael, amenaza gravemente la máxima sobre la que Pennac, por persona interpuesta, parece asentar, con ecos de Umberto Eco, un ente de ficción como “construcción de mundos posibles” que reza “la imaginación no es la mentira”.
Y es que, por mucho que se dé cuerpo narrativo a algunos aciertos discursivos —la idea encarnada por Yolande de que, so capa de relación sexual, lo que se busca siempre es alguien que lo escuche a uno; la de que hay (¿o hubo?) una generación de profesores (¿de Lengua y Literatura?) que sacrificaron su infancia en aras del ¿éxito profesional? y deben ser redimidos por su propio alumnado; o la de que ese alumnado, envejeciendo, tampoco alcanzaría la madurez deseada, mientras sus padres, al rejuvenecer, quizá no perdieran del todo su “madurez”; el modo rocambolesco ¿o maquiavélico? en que el deus ex machina —el padrísimo niño gótico (renovado “niño con el pijama de rayas”) y fantasma del cementerio Père-Lachaise— resulta ser el factótum de tal “intercambio escolar” dando sus claves secretas y encerrando de paso, bajo siete llaves, la redacción de Crastaing en una puesta en abismo sobre la ficción —“Y nada de soluciones fáciles, por favor; no es un sueño, ni hay marcianos, ni es la broma de un hada; es la realidad: ustedes adultos y sus padres niños”—, se dispara, en el epílogo de las últimas páginas, hacia la inverosímil ¿parábola? de un espíritu burlón, con todo lujo de parapsicologías —poderes paranormales, psicofonías y alucinaciones, telepatía e, incluso, telequinesia, en un prorrogado día de Difuntos ¿o Halloween?—, que no tiene nada que envidiar a las soluciones fáciles vetadas programáticamente —sueño, marcianos, hadas— en esa sentencia lapidaria que, como un leit motiv, vuelve a aparecer al final de la novela y rompe con la congruencia de lo fantástico —la fantasía es la imaginación sometidas a la unas reglas, decía Borges— para dar el salto cualitativo al relato fantasioso, sin que las últimas e irónicas palabras del padre y muy señor niño Pierrot —“Te conozco, Igor, acabarás creyendo en fantasmas”—, ¿en una pirueta final que permitiera interpretar toda la novela como improbable fantasía de Igor?, consigan salvar una incongruencia cuya justificación radicaría en una intención —¿la reivindicación de una loca infancia sine qua non para una equilibrada madurez (p. 319)?, ¿o el alegato antiglobalizador e indignado contra los mandamases de este mundo (pág. 325)?— que no se me alcanza.
¿COMO UNA NOVELA o ENSAYO/ERROR? o ¿EX PROFESO PARA EX-PROFESORES?
Novela híbrida, entre la docudramática representación de la educación en Francia, tan propia de tanto ex-profesor de Lengua experto en Escuela en cuanto huye de sus cuatro paredes —pienso en Entre les murs, de Franҁois Bégaudeau, llevada al cine por Claude Cantet—, y el humor disparatado de un Raymond Queneau —las secuencias de los adultos en el tándem infantil, al igual que “Metro por la mañana (en el metro, con mirada franca y tu mochila, todo el mundo cree que vas a la escuela)” (p. 158), evocan las peripecias de Zazie en el metro—. Para un lector ideal —por no decir implícito— sin perfilar —ya que infantil no parece, al padecer éste hoy en día sobredosis de infancia; ¿pre-adolescente?, ¿adulto? ¿progenitor o educador?, ¿o anciano de la generación del yayoflauta Pennac con sus batallitas de una escolarización traumática en la educación autoritaria de la postguerra mundial?—. Y que constituye un acto de “justicia poética” —y ¡Allá penas! (quiero decir: ¡Pennac!)— con respecto a un mundo ya desaparecido.
Y así, a pesar de sus perlas cultivadas —la descripción de la infancia de la p. 219 vale por toda la novela, por no hablar de esos profesores que copian, de la prepotencia de los padres o de las controvertidas relaciones en el “triángulo” de la comunidad escolar, etc.—, Señores niños se me antoja el entusiasta juego de abalorios de un señor Chico Ostra (huera), un ensayo fallido de novela —como una [mala] novela sobre el mal de escuela—. O, más que un ensayo, una intentona frustrada—de la técnica ensayo/error prima lo segundo— de salvar al niño de hoy redimiendo al señor adulto de supasado.