Escribe Mariano J. de Farra | ilustra Pitina Caleya
Entre las pocas efemérides que le interesan a quien esto escribe, las relacionadas con Michael Jackson son quizás las únicas que tienen fuerza suficiente para cambiarme el día. Una mañana me cuentan que hace exactamente 25 años que “Bad” salió a la luz, y de repente todo cambia. Recuerdo entonces que entre los 11 y los 14 años no escuché nada que no fueran discos de Jackson, que “Thriller” fue el primer cd que me compré (de catálogo, porque llegué tarde al vinilo) y que a los trece años enredé a media familia para conseguir ver a mi ídolo, ya en decadencia, en un muy decadente concierto en Valladolid. Y recuerdo, sobre todo, mi cassette grabada de “Bad”, con su carátula fotocopiada en la que casi no se podían distinguir los rasgos ennegrecidos (ironías del destino) de una de las imágenes más icónicas de la historia del pop: Michael Jackson vestido de cuero, correas y tachuelas, estrenando cirugía, con las manos en los bolsillos y una mirada levemente (sólo levemente) amenazante. Y pienso, entonces, que por qué demonios no puedo escribir un post sobre esto.
Para empezar, podría decir una verdad: que aquella imagen y aquel vídeo tuvieron mayor influencia en la moda que muchos estilismos espartanos del Vogue América. Cuenta Kanye West (Tom Ford le encargó unas zapatillas para Gucci, así que Kanye mola oficialmente) en un documental que ha dirigido Spike Lee que el look de “Bad” sigue siendo su mayor inspiración a la hora de vestirse. No es para menos; a pesar de que Jackson apenas salía de casa y, en 1987, hacía ya un lustro que había dejado de pisar las calles, “Bad” fue un fascinante experimento de hibridación, de traducción, de coolhunting avant la lettre . Cuentan que Michael Jackson estaba preocupado por la mala imagen que su blanqueamiento dérmico podía producir en la comunidad negra: estamos en los ochenta, en unos años en que la negritud se convirtió en subcultura, el rap y el hip hop eclosionaron y la cultura comenzó a ser fundamentalmente callejera. Lo identitario estaba a la orden del día, y no hay estrella que pueda sobrevivir sin un poquito de autenticidad. El video de “Bad”, que dirigió Scorsese (¡Scorsese!), se basaba precisamente en esa idea: en el dilema de hallarse entre dos culturas, entre los zapatos de claqué y las sneakers , entre los guantes de lentejuelas y los balones de baloncesto, entre el parquet y la cancha del barrio. Jackson era millonario y blanco, pero su estilo era más suburbial y más negro que nunca; tomó la idea de malote de barrio para reafirmar sus raíces y no perder el contacto con un público (las comunidades negras de las grandes ciudades) que era el responsable de su conversión en estrella.
Fue entonces, en una época en que Michael Jackson parecía haber perdido el contacto con la realidad, cuando más se esforzó por aferrarse a esa cotidianidad que se le escurría entre los dedos. Cuenta su coreógrafo que Jackson, que no podía ir a discotecas (era tímido, extremadamente famoso y un poco paranoico) le pedía que fuese en su lugar y luego le enseñase los nuevos pasos que iban surgiendo en la calle; así se forjó su forma de bailar, en un equilibrio perfecto entre la sofisticación y lo callejero, entre la abstracción y la pandilla. También su ropa: las chupas de cuero negro y los trajes de motorista quedaron transformados por obra y gracia de tachuelas, correas, galones y hombreras. Lo mismo sucedía con su música. En estos años, Jackson se hizo conocido por ser capaz de poner a trabajar juntos a músicos de los ámbitos más diferentes para crear un sonido que le retrataba a la perfección.
Por eso, quizás, hoy en día me sigue fascinando; por su capacidad ilimitada para la fusión de opuestos, por su combinación entre distancia sobrehumana, muy dandi, y esfuerzo permanente por mantenerse en contacto con la tierra. Porque, en la música como en la moda, muchos tratan de apropiarse de la autenticidad de las calles, pero poquísimos logran convertirlo en parte de su propio lenguaje. Y porque es en los choques, en las fronteras, en las tensiones entre realidades aparentemente incompatibles, donde surge lo nuevo, en la música como en la moda como en el arte. Y, si funciona (como en Slimane, como en Gaultier, como en Jacobs), ahí no hay trampa ni cartón.