Anoche pasé por la que había sido mi casa hasta hace pocos meses y la luz estaba encendida.
Solo pude ver, a través del balcón abierto, las molduras familiares y un sofá colocado en una posición extraña. Sentí curiosidad por los actuales habitantes del piso, aunque quizá lo que me hubiera gustado ver es un destello del pasado, ver un fragmento de la vida que yo llevaba allí, ahora que ya no es la misma porque estoy en otro lugar.
Eso me hace pensar en la casa de mi tía M., en Barcelona, recientemente desmantelada por mi madre. Las personas fallecen y dejan atrás cajas de fotografías antiguas, joyas que han pasado por varias generaciones, discos que ya nadie puede reproducir y libros, amarillentos y vividos todos, dedicados algunos, por autores vivos, y también muertos.
La habíamos enterrrado aquella mañana. A nuestras espaldas y frente al nicho familiar, el puerto mercantil de Barcelona, donde ajenas a nuestra pérdida, las gruas cargaban y descargaban contenedores de diversos colores, aportando su trabajo al correcto funcionamiento de la ciudad, abasteciendo a millones de personas de pescado extraído en mares lejanos; quizá también de jabón, textiles o de tinta. Ante nosotros, la rutina de los empleados del cementerio, que aunque aquel día enterraban a mi tía, vivían un día ordinario.
Algo después, las mujeres que habían cuidado de ella, una amiga de mi tía, mi madre y yo estábamos en la casa en la que costaba mucho entender la ausencia de M. Era fácil imaginarla en cada silla, en la cocina, mirando la televisión. Pero sobre todo se hacía raro no verla sentada al piano. Aquellas mujeres, mi madre y yo estábamos disfrutando de uno de esos paréntesis en los momentos de duelo en los que se parece recobrar la tranquilidad y la sonrisa, después de haber vivido los momentos más simbólicos y duros de la mañana. Entonces la amiga de mi tía se sentó al piano y empezó a tocar. Escuchamos en silencio la música y en cuestión de segundos las lágrimas empezaron a caer de nuestros ojos. Ella había vuelto al salón. El piano, las manos de su amiga, habían capturado la vida que transmitía M. y que ya nunca volvería. Fue un momento hermoso, pero muy duro también, como lo es el amar y tener que despedirse de alguien de tu familia, de alguien que siempre ha estado contigo.
Por la ventana de ese salón, se veía un enorme y rectangular patio interior, con altos edificios que lo compartían, y detrás de todos esos tejados de los edificios típicamente barceloneses, asomaban como los tentáculos de un marciano los pináculos de la Sagrada Familia, a cuyos pies centenares de turistas aguardarían para poder entrar.
Quizá ahora en esa casa la luz siga encendida. No será ella quien esté allí, si son serán otros, pero es a ella a la que me gustaría ver, tocando el piano con una sonrisa en los labios.
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